En Tebas, ciudad de la antigua Grecia, vivió Epaminondas, un ciudadano sin linaje, pero con una reputación intachable producto de su integridad, sabiduría y amor por la justicia. Los cargos militares y políticos estaban reservados para los aristócratas, para los que tenían poder o influencia. Pero cuando la ciudad cayó en crisis, y los generales de apellido fracasaron y los pactos entre poderosos mostraron su límite, el pueblo se volvió hacia él. Lo eligieron estratega, y contra todo pronóstico —sin padrinos, sin herencia ni fortuna— derrotó al invencible ejército espartano en Leuctra. Fue la primera gran victoria democrática sobre una aristocracia.
Epaminondas no era un político profesional. Era un ciudadano de principios, un hombre bueno en el sentido más profundo. Su ascenso fue posible porque, en ese momento, el sistema permitió que el mérito venciera al privilegio.
La reforma judicial en México ha sido ampliamente criticada, sin embargo, hay algo que no se le puede regatear y es precisamente el darle la oportunidad a personas, profesionales y gente comprometida, que de alguna manera nunca hubieran podido llegar a acariciar la oportunidad de alcanzar una posición de impartición de justicia tan importante como una magistratura o ser parte de un tribunal que vele por la integridad de quienes integran el sistema judicial.

Fecha para el tren
Hugo Aguilar Ortiz es candidato indígena a ministro de la Suprema Corte, identificado por el número 34 en la boleta morada. Su campaña ha sido un ejercicio de absoluta coherencia con su trayectoria: tierra, diálogo, cercanía con las comunidades y los pueblos indígenas. Ha recorrido más regiones que nadie. Puntero en las encuestas, sin grillas ni distracciones. Sin entrar al espectáculo, puro trabajo real, durante este proceso llevó ese diálogo a foros nacionales muy valiosos, donde, con dominio técnico y conocimiento de fondo, ha defendido sus causas con una legitimidad incuestionable. A quienes le preguntan si trabajará sólo por las causas indígenas, responde con claridad: las causas indígenas son causas nacionales. Y mucho tenemos que aprender de sus principios en temas como género, interculturalidad, sustentabilidad y justicia con sentido humano.
Ariadna Camacho Contreras, aspirante al Tribunal de Disciplina Judicial (01 en la boleta turquesa), ha apostado por una campaña genuina: volanteo, visitas puerta por puerta, conversaciones reales en negocios y casas. Con una combinación poco común de juventud y experiencia, domina su tema: justicia administrativa, fiscal y constitucional. Su formación en modelos internacionales y justicia alternativa le da solidez a una propuesta seria y profundamente comprometida con mejorar la calidad del sistema de justicia. Ha abogado entre otras cosas por humanizar la justicia, reforzar la perspectiva de género y acabar con la corrupción que tanto daño nos hace como a todos los niveles.
Sergio Javier Molina Martínez, identificado con el número 55 en la boleta, es un candidato cuya trayectoria habla con hechos, no con promesas. Consejero de la Judicatura Federal, magistrado, académico y autor, pero, sobre todo, un jurista con convicción social y profunda vocación de servicio.
Ha recorrido el país impulsando la reforma laboral desde una perspectiva técnica, pero con sentido humano. No se ha limitado a despachos ni tribunas: ha formado generaciones de estudiantes, ha dictado conferencias dentro y fuera de México, y ha firmado sentencias que colocan los derechos humanos, la justicia laboral y la perspectiva de género al centro. Lo suyo no es el espectáculo. Es el fondo, el método y el rigor, su candidatura representa experiencia, visión y ética.
Los anteriores han entendido que las campañas son una necesidad en este proceso. Las han trabajado con inteligencia, sin excesos ni ridiculeces, manteniendo el foco en el contenido, en el recorrido, en acercarse a la gente y no en el show.
En medio de una elección compleja, estos perfiles nos recuerdan que la justicia sí puede construirse desde la vocación, la preparación y la cercanía. Vale la pena ponerles atención. De eso se trataba este proceso: de abrirle la puerta a nuevos perfiles que renueven el rostro de la justicia en México.
Reenviado. Cuando las élites son las únicas que deciden quién llega al poder, no es el talento lo que asciende, sino la lealtad. No es la virtud, sino el cálculo. Pero cuando se rompe el círculo vicioso del privilegio —como plantea la reforma judicial en México— se abre la posibilidad de que los buenos lleguen. No los sumisos, no los herederos, no los “palomeados” por los partidos, sino quienes han construido su autoridad en el trabajo honesto, en la defensa del pueblo, en la justicia de a pie. Como Epaminondas en la Tebas antigua, que sin fortuna ni apellido venció a los poderosos porque el pueblo lo eligió por su virtud, no por su linaje. En ese espíritu se entiende esta reforma: como una grieta en el muro de las élites, por donde puede colarse la decencia.
