El clima de incertidumbre mundial va en aumento. No sólo se ha proliferado la aparición de gobiernos populistas o tendientes a algún extremo del espectro político, sino que la guerra se ha extendido hasta tocar, incluso, las fronteras de una Europa que se preciaba por su moderación y estabilidad.
A esto, se le suma la guerra comercial y arancelaria impulsada por EU que ha prendido las alarmas y hecho que los temas importantes palidezcan ante la urgencia del dinero.
En este escenario caótico, personajes infames que parecían arrinconados han tomado un nuevo aire al dejar de ser una prioridad internacional. Tal es el caso de Nicolás Maduro en Venezuela, que ahora hace y deshace en un país que por momentos vislumbró con esperanza lo que sería una vida sin su dictador.

No tardó la respuesta
Del mismo modo, este clima de crispación ha sido tierra fértil para que se asienten y fortifiquen posiciones preocupantes por el rumbo de su desarrollo. Tal es el caso de Bukele en El Salvador, que inició siendo viento fresco y claridad de ideas en una nación desgarrada por la violencia y la corrupción. Sin embargo, a medida que pasan los años Bukele ha tomado un giro autoritario que lo asemeja más a figuras como la de Maduro que al Estadista moderno y confiable que pretendía encarnar.
El caso de Bukele me parece paradigmático porque muestra cómo la estrategia del miedo y la ira da dividendos rápidos y seguros en la política. Tener o construir un enemigo del pueblo al que se le achaquen los males y armar una estrategia de publicidad en la que un salvador luche y defienda a la patria de ese enemigo mortal es oro puro para hacerse del poder con amplios márgenes de aceptación.
Lo hemos visto en el paso, con los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX y lo estamos viendo hoy en distintos países.
El miedo y la cólera ciegan. Los pueblos ciegos no regulan ni mantienen a raya a sus líderes. El poder crece y corrompe. El miedo nos hace actuar a la defensiva. En ese estado de emergencia perdemos los compases más sutiles de nuestra brújula moral. Ante la amenaza constante, real o ficticia, el fin justifica los medios. Cuando un gobernante logra instalar estos sentimientos en el colectivo popular, cualquier medida se justifica y los atropellos a los derechos humanos se ven como “medidas necesarias”.
Así, como nos lo enseña la historia, los pueblos regalamos nuestra libertad y comprometemos nuestra conciencia. De buena gana, con vítores y aclamaciones, caemos nuevamente en una edad oscura de confrontación y desasosiego. Nos hacemos cómplices de cada violación y de cada corruptela de la forma más banal y apática.
La falta de equilibrio en los poderes nacionales es la puerta de entrada para el decaimiento moral de las naciones.
