A nadie debiera sorprender el anuncio del 24 de junio, en la conferencia matutina, de que vendrá una reforma electoral. Se inserta en la agenda que el anterior presidente anunció en febrero de 2024 y —desde luego, por ser una agenda calcada— en los compromisos del actual Gobierno.
Tampoco debería llamar la atención el anuncio de una reforma cuando todavía no ha concluido la última de las etapas del proceso electoral del Poder Judicial, ni la confesión de parte de que los candidatos elegidos en estos comicios pertenecen al régimen.
Si bien todavía no hay una iniciativa, podemos analizar las motivaciones del anuncio de la reforma por venir. En primer lugar, que un grupo de consejeros electorales del Consejo General del INE (un relevante 5 de 11) se “extralimitó” por no acompañar la validez de la elección, sosteniendo que había votos que no deberían haberse incorporado al resultado final, dado el cúmulo de irregularidades que cuestionan la integridad del proceso, con el profuso empleo de “acordeones” para orientar —o, directamente, coaccionar— el voto. Como si no fuera una virtud la pluralidad de argumentos en un órgano colegiado, particularmente ante actos tan notoriamente evidentes que, dadas las circunstancias políticas, hacían imposible llegar a un consenso. Valga destacar la valiente y contundente argumentación de ese bloque de consejeros electorales que, en defensa de la Constitución, los principios rectores de la función electoral, la integridad de las elecciones y las convicciones democráticas, sostuvieron dicha postura y votaron en consecuencia.
En política no hay casualidades
Otro argumento para acompañar el anuncio de la reforma es el elevado costo de las elecciones, cuando el costo de la elección judicial —que nunca debió celebrarse— fue dinero de los contribuyentes tirado a la basura: nada menos que 8 mil millones de pesos sólo en el ámbito federal, a lo que hay que sumar lo correspondiente a las elecciones judiciales locales. Pero, además, se anuncia la revisión del financiamiento público para los partidos políticos. Aquí la verdadera lógica sí que es clara: para el partido en el poder, que utiliza sin rubor los recursos del Estado con fines electorales, qué más da que le reduzcan o, incluso, le eliminen, el financiamiento público.
Por último, el tema de los plurinominales. Disminuir el componente de proporcionalidad en las cámaras legislativas (Congreso de la Unión y congresos locales) o, en el extremo, eliminarlo, va en contra de una lucha histórica de la izquierda democrática, buscando ahora reducir a la mínima expresión la representación política pluralista. Esto podría evitar el fastidio que ocurrió en la pasada elección para obsequiarle al partido mayoritario las súper mayorías legislativas, con el penoso sainete que terminó avalando la mayoría del Tribunal Electoral (que, en su actual integración, nunca le falla al régimen). Desde luego, esto va con dedicatoria a las oposiciones partidarias, para hacerles más difíciles las condiciones de competencia y tener una menor representación política.
En la agenda de destrucción y colonización institucional: crónica de una captura anunciada del INE y de la eliminación de cualquier asomo de independencia del Legislativo respecto del Ejecutivo. Dos pasos que, ominosamente, conducen a la consolidación de un nuevo régimen autoritario de partido hegemónico. Para que nadie se llame a sorpresa.

