TEATRO DE SOMBRAS

Paz armada y paz desarmada

Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Los conceptos de la guerra y de la paz han sido tan retorcidos que, en no pocas ocasiones, lo que se describe como una forma de la paz es, en realidad, una forma de la guerra. Tomemos en cuenta la idea de la paz armada. Lo que se sostiene es que la paz no se da por sí sola y que, por paradójico que suene, hay construirla con las armas. Imaginemos dos contendientes: X y Z. Si X está armado y Z no lo está, entonces se diría que eso es una invitación a la guerra. X aprovecharía de su situación y le haría la guerra –una guerra fácil, como las que, normalmente se buscan– a Z, que no tendría con qué defenderse.

Para que no se dé esa situación, lo que debe procurarse es que Z tenga la misma capacidad armamentística que X. Una guerra, en esta situación, involucraría riesgos. Y son esos riesgos los que pueden hacer que X se lo piense dos veces antes de comenzar una conflagración contra Z. De esa manera, para evitar la guerra, lo que hay que hacer es armar por igual a X y Z. Sin embargo, la carrera armamentística no tiene final. Por ejemplo, si Z inventara una nueva arma, X debería hacerse de la misma arma o de una semejante para que el equilibrio se preservara. La tarea de la diplomacia consiste en hacer tratados efímeros para no romper el equilibro militar entre los posibles contendientes.

Frente a la paz armada se plantea la paz desarmada. El papa León XIV ha vuelto a insistir en el proyecto de una paz desarmada y le ha añadido otra característica, la de una paz desarmante. No tendremos una paz desarmada a menos que nos desarmemos. La cantidad de armas que hay en el mundo es tan gigantesca que es suficiente para aniquilar a todos los seres humanos e incluso para destruir al planeta entero. Para vivir en paz, en una paz verdadera, debemos dejar de construir armas, más aún, destruir las armas que guardamos. La idea de una paz desarmada es de una radicalidad absoluta.

Quienes defienden la teoría de la paz armada responden que una paz desarmada es una ingenuidad, peor aun, un peligro. La única paz posible, según ellos, es la paz armada; la paz desarmada es una idea hermosa, pero irrealizable. Por desgracia, los argumentos de los defensores de la paz armada no son inatendibles. Diríase que la idea de una paz sin armas va en contra del sentido común de la humanidad a lo largo de los milenios. Los seres humanos aman a sus armas, las admiran, las ponen en aparadores. En los desfiles militares, las sacan a relucir con orgullo: desde el más modesto garrote hasta el más impactante misil nuclear. Las primeras herramientas de la humanidad fueron armas: cuchillos de pedernal con los que nos ayudábamos para matar a nuestras presas, pero, también, a nuestros enemigos. Las armas han acompañado a la humanidad desde sus comienzos. No será fácil deshacerse de ellas.

No será fácil, es cierto. Para alcanzar una paz desarmada debemos reformar de manera profunda nuestros corazones, tal como nos los enseñó Jesucristo. Destruir nuestras armas para acudir desarmados ante los otros. Amar al prójimo, lo que significa, no hacerle daño, mucho menos, atreverse a acabar con su vida. Rendirse ante él, de ser necesario, no enfrentarlo ni siquiera cuando nos agrede. Desarmarlo con la fuerza del ejemplo moral, como lo logró Gandhi en la India, a la cabeza de un movimiento pacífico que derrotó al poderoso ejército inglés. Una paz desarmada es una paz fundada en el amor al prójimo, cualquiera que sea. Es fácil amar al amigo, lo difícil es amar al enemigo y eso es lo que nos pide Jesucristo. ¿Es demasiado pedir? No lo creo. Lo que nos enseña Jesucristo es que sólo podremos vivir en paz cuando seamos capaces de desarmarnos en el sentido más amplio del término. Por desgracia, todo indica que a la humanidad todavía le queda muy lejos esa meta suprema.

Nuestras armas son más sofisticadas que las de los cavernícolas. Hasta ahí llega la diferencia. El dios de la guerra al que adoramos sigue siendo el mismo.

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