Durante julio de 2025, la provincia de Suwayda —bastión histórico de la comunidad drusa en el sur de Siria— se convirtió en escenario de una de las masacres sectarias más graves en años recientes: más de 1,400 muertos y al menos 176 mil desplazados en cuestión de días.
Lo que comenzó como una serie de secuestros entre clanes beduinos sunitas y milicias drusas derivó en una escalada feroz de violencia, con enfrentamientos armados y ataques deliberados a zonas civiles. Testimonios, imágenes y videos verificados muestran cuerpos mutilados, ejecuciones sumarias y escenas en las que se obligó a las víctimas a revelar su religión antes de ser asesinadas. Aunque las fuerzas del gobierno interino de Ahmad al‑Sharaa afirmaron actuar con neutralidad, diversos líderes drusos denuncian que su intervención favoreció a las milicias agresoras y facilitó una campaña sistemática de desplazamiento y exterminio contra su comunidad.
Los drusos son una minoría religiosa de raíces islámicas chiitas, aunque con creencias esotéricas y prácticas cerradas que los han diferenciado históricamente tanto de los sunitas como de los chiitas ortodoxos. Se encuentran asentados mayoritariamente en las zonas montañosas de Siria, Líbano e Israel, y han sobrevivido durante siglos mediante pactos de lealtad ambigua con los poderes regionales y una fuerte cohesión interna.

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En Siria, su presencia se concentra especialmente en Suwayda, donde conviven —no sin tensiones— con clanes beduinos sunitas de tradición seminómada. Aunque las diferencias religiosas existen, el conflicto reciente parece haber detonado más por disputas territoriales, secuestros cruzados y la descomposición institucional tras la caída de Bashar al‑Ásad. En ese vacío de poder, viejas rencillas identitarias se han convertido en pretexto para limpiezas étnicas, con una brutalidad que recuerda los peores momentos de la guerra civil siria.
Lo ocurrido en Suwayda no fue un estallido espontáneo de violencia intercomunitaria, sino una campaña sistemática de desplazamiento y exterminio dirigida contra la comunidad drusa: una limpieza étnica en toda regla. Los cuerpos mutilados, las ejecuciones por motivos religiosos, la destrucción de viviendas y el éxodo forzado de más de 170 mil personas en apenas unos días componen un patrón reconocible, incluso si aún no ha sido formalmente tipificado por instancias internacionales.
Más grave aún ha sido el silencio. Mientras las redes se llenaban de imágenes desgarradoras y los testimonios llegaban a cuentagotas, gran parte de los medios occidentales miraron hacia otro lado. No hubo portadas, ni llamados urgentes a la acción, ni solidaridad retórica. Como si la masacre de una minoría musulmana por parte de otros musulmanes en Medio Oriente no mereciera ser reportada.
La indignación de las buenas conciencias, tan veloz para encenderse en ciertos casos, permaneció sospechosamente tibia cuando las víctimas no encajan en el molde del mártir reconocible. Los drusos, minoría esquiva y orgullosa, no despiertan simpatías automáticas ni hashtags virales. Son demasiado distintos para ser adoptados como causa progresista, pero no lo bastante ajenos para despertar culpa colonial.
En ese vacío simbólico opera la indiferencia. Mientras algunos sectores se entregan con fervor a condenar —a veces con razón, otras con sesgo— a Israel o a Occidente, callan ante la limpieza étnica de una comunidad árabe, en suelo árabe, perpetrada por otros árabes. Como si los prejuicios se reciclaran bajo una nueva forma: no odiar a los drusos, sino simplemente no considerarlos dignos de nuestra solidaridad.
La violencia sectaria es siempre un crimen, pero la indiferencia selectiva revela otra forma de injusticia: la de una moral internacional que elige a quién mirar y a quién olvidar.

