CARTAS POLÍTICAS

La nueva Suprema Corte

Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: Imagen: La Razón de México

El 1 de septiembre, por primera vez en la historia, ministros y ministras electos por voto popular ocuparán sus asientos. Un cambio que, más allá de la ceremonia, tendrá implicaciones profundas para la justicia mexicana.

Estamos ante una de las reformas más relevantes de la Cuarta Transformación y, posiblemente, de muchas décadas. Lo es por su contenido, por la velocidad con que se aprobó —sin un debate técnico sólido y con una auténtica telenovela en el Senado— y por las consecuencias que puede acarrear para la justicia, la democracia y el Estado de derecho.

El diagnóstico de fondo es conocido: la justicia en México enfrenta una crisis estructural. La impunidad supera el 90 %, los procesos se prolongan durante años y el acceso real a la justicia sigue siendo un privilegio. La brecha entre lo que la ley establece y el acceso efectivo del ciudadano a la tutela de sus derechos es enorme. Nadie duda de que el sistema necesitaba cambios profundos; la pregunta es si este modelo en particular los resolverá o, por el contrario, los agravará.

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El nuevo esquema modifica la puerta de entrada a la Corte y al Tribunal. Antes, el Presidente proponía y el Senado ratificaba; ahora, es la ciudadanía la que elige directamente. En este primer ejercicio, la participación fue tan baja que algunos ministros llegaron al cargo con apenas cientos de miles de votos. Sobre el papel, se defiende que esta reforma representa la “democratización del Poder Judicial”. Sin embargo, no está claro que esa democratización no desemboque en una politización abierta y en la instrumentalización de la justicia. La duda es qué ocurrirá si quienes lleguen sienten que deben su cargo y su permanencia más a un grupo político, clientelar o económico que a sus méritos jurídicos.

La reforma no se limita a la Corte. En los próximos años veremos un sistema híbrido: jueces electos con las nuevas reglas convivirán con otros designados por el esquema anterior, a la espera de la siguiente elección. Esta coexistencia no es menor: genera nuevos elementos e incentivos para abogados y grupos de interés. Esto abre un frente inédito para el litigio estratégico, pero también un riesgo de que la percepción de parcialidad se intensifique, en uno u otro sentido.

El contexto político tampoco ayuda a disipar el escepticismo. La reforma es vista también como una reacción a las tensiones entre el entonces presidente López Obrador y la Corte, por resoluciones que frenaron proyectos clave del Gobierno. Para algunos, esta reforma tiene como fachada la “democracia judicial”, pero en realidad busca reducir los contrapesos. La advertencia no se ha disipado: el riesgo es real. Un Poder Judicial alineado con la coalición gobernante no solo pierde su independencia, sino que debilita la democracia, la pluralidad y el liberalismo.

Además de estas sospechas, el tiempo juega en contra. Tomará años saber si la elección popular de ministros, jueces y magistrados mejora el acceso a la justicia, reduce la impunidad y fortalece la confianza ciudadana. Pero una justicia que no es oportuna, no es justicia. La ausencia de early wins bajo este nuevo modelo judicial conlleva el riesgo de deslegitimar la reforma antes de que madure.

Por ello, los primeros fallos de esta Corte renovada y “popular” serán determinantes. Su nueva naturaleza hará que sus sentencias no se lean sólo como decisiones jurídicas, sino como señales sobre la independencia, la coherencia y el rumbo que tomará la justicia en México. Cada resolución tendrá un peso político y simbólico mayor que en el pasado, precisamente porque se espera que rompa con esa lógica. Los nuevos ministros deberán asumir que, más que nunca, su tarea no es complacer a una mayoría, sino garantizar que la justicia sea un freno a los abusos del poder y a las violaciones a la ley y la Constitución, vengan de donde vengan. A priori, mantener esta independencia se ve complejo.

Esta reforma es un parteaguas y un encontronazo entre dos visiones. Por un lado, habrá que ver si la legitimidad popular y la rendición de cuentas vertical derivan en una justicia legítima y cercana a la sociedad. Por otro, persiste el riesgo de que la justicia termine cediendo a la lógica política, clientelar y partidista. En ambos casos, los efectos serán de gran calado. No es una reforma de un partido o de una administración: es una reforma del Estado que ya está en marcha. Sus resultados y no su disrupción, es por lo que debe ser medida.

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón