El partido demócrata lleva más de una década en crisis. Sin liderazgo y sin una plataforma clara, ha luchado por mantenerse a flote buscando nuevos rostros que puedan sostener narrativas convincentes para los votantes.
Para muestra tenemos la elección interna en la que Hillary Clinton compitió contra Bernie Sanders: una candidata controvertida que alienó a la base demócrata en su contra enfrentándose a un político carismático, pero demasiado viejo y controvertido que no lograría jamás ganar el centro del electorado. El resultado fue un fracaso que llenó al primer mandato de Trump.
Trump legitimó sentimientos políticamente incorrectos y le dio voz al resentimiento de millones de norteamericanos que se sentían ignorados y despreciados por las élites políticas y sociales. Ante esto, el partido demócrata trató de mostrarse digno y burlón ante los embates y desfiguros de Trump y su base. Llamando a la civilidad y recurriendo a banderas sofisticadas, como el ecologismo, la inclusión, el feminismo, intentaron apelar al sentido común. Perdieron la batalla estrepitosamente.

Mal momento para bloquear
Trump hizo un pésimo trabajo durante su primer mandato y perdió el centro del electorado que quiso voltear hacia una opción menos caótica y más organizada. Sin embargo, el partido demócrata no tuvo respuesta y recurrió a Biden como opción a la presidencia. A Biden le alcanzó para triunfar por el impulso ganado en la era Obama y porque realmente mucha gente no quería votar por Trump. Fue una victoria circunstancial que le compró cuatro años a su partido para reorganizarse y encontrar un plan claro de sucesión. Esto no sucedió.
Un Trump renovado con un plan y un equipo mucho más estructurado compitió con un Biden derrotado por el tiempo y un ejercicio del poder mediocre. El tardío relevo con Kamala Harris no logró rescatarlos del naufragio. Trump ganó la presidencia por segunda vez y los demócratas mostraron que no tenían un rostro que pudiera representarlos y competir contra el republicano.
Hoy, de cara a la elección intermedia y con claras miras a la siguiente disputa presidencial, el gobernador de California, Gavin Newsom, ha decidido dejar de lado la deriva hípster de su partido y sacarse los guantes para entrar en el sucio estilo de hacer política de Trump. Jugando con la idea de si lo hará en serio o si está ironizando, ha adoptado el estilo simplista, bravucón y pendenciero en sus comunicaciones lanzando mensajes con insultos, mayúsculas y un léxico pobre. El resultado ha sido una explosión de entusiasmo entre sus seguidores y donaciones para su campaña,
Newsom promete dejar el complejo de superioridad demócrata y combatir fuego con fuego. Una estrategia riesgosa, pero francamente su partido no tiene ya nada que perder.

