En Venezuela, los fantasmas del pasado vuelven a aparecer: tropas norteamericanas y barcos franceses en territorio latinoamericano, una postal conocida, con resultados desfavorables. Nuestra región arrastra la memoria de intervenciones que, en nombre de la democracia, terminaron dejando cicatrices hondas en la soberanía y en la vida civil. Guatemala en 1954, República Dominicana en 1965, Chile en 1973, Panamá en 1989, Haití en 2004: la lista no es corta y cada episodio sembró una semilla de antiamericanismo en la memoria colectiva de América Latina.
Sin embargo, lo que ocurre hoy en Venezuela no es una repetición exacta de esos capítulos. Nicolás Maduro no es Jacobo Árbenz ni Salvador Allende. Su permanencia en el poder no descansa en una legitimidad democrática cuestionada desde fuera, sino en fraudes electorales, en la represión sistemática de la oposición y en una red de alianzas con el crimen organizado que convierten al régimen de Maduro en un actor sui generis: una administración mafiosa y autoritaria. Esa diferencia cambia radicalmente los términos del problema.
Porque la pregunta no es sólo si Estados Unidos reedita su viejo papel imperial en el continente. La cuestión es qué sucede cuando un gobierno ha perdido toda legitimidad interna porque se ha convertido en una estructura criminal. Intervenir con tropas extranjeras es, sin duda, abrir la puerta a la escalada y al resentimiento histórico. No intervenir es dejar a millones de venezolanos atrapados en la pobreza, el miedo y la violencia de un régimen que ya no responde ni siquiera a las formas mínimas de la política, y mucho menos de la ley.

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Conviene no engañarse: París y Washington no despliegan barcos y tropas por altruismo. Lo hacen porque Venezuela posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo —más de 300 mil millones de barriles— y porque la geopolítica energética pesa más que la solidaridad democrática. Esa realidad obliga a mirar con cautela cualquier narrativa de “ayuda desinteresada”. La única fuerza capaz de transformar a Venezuela no vendrá de afuera, sino de la agencia de sus ciudadanos y de la reconstrucción de sus instituciones. Sin esa base, toda intervención extranjera será un paréntesis condenado a repetir los fracasos del pasado.
La tensión es clara: quienes enarbolan la soberanía olvidan que Maduro la vació desde dentro; quienes justifican la intervención corren el riesgo de repetir un guión que no trajo verdadera democracia. En medio, la ciudadanía venezolana paga el precio: más hambre, más exilio, más vidas suspendidas en la espera incierta de una salida que no llega.
La lección debería ser más amplia: América Latina necesita construir una doctrina propia frente a estos dilemas, que no reduzca todo a la falsa disyuntiva entre botas extranjeras o tiranos locales. La única salida duradera, por dolorosa que sea, tendrá que nacer de la fortaleza de las instituciones venezolanas y de la determinación de sus ciudadanos para reconstruir un Estado legítimo. La democracia no puede imponerse a golpes de fusil, pero tampoco puede sobrevivir donde el poder se ha vuelto indistinguible del crimen.

