El Plan México que presentó Claudia Sheinbaum no sólo es una herramienta de fortalecimiento del mercado interno y una respuesta contra las tarifas de Donald Trump.
Su plan ya considera la posibilidad de imponer aranceles a los países con los que México no tiene Tratado de Libre Comercio, como China. La lógica no es emular a Estados Unidos y cerrar el país, sino fortalecer la idea de una Norteamérica que funcione como bloque económico, capaz de resistir embates externos y aspirar a la autosuficiencia.
El golpe a China es inevitable. Durante dos décadas se convirtió en el gran proveedor de manufacturas y bienes de consumo, inundó los mercados de Estados Unidos y Canadá y se colocó entre los principales socios comerciales de México. Frenar esas importaciones significará bienes más caros, insumos menos accesibles y un golpe costoso para muchas industrias. Es una decisión que debe tomarse de forma inteligente. México necesita a China, pero sabe que su futuro está atado al T-MEC y a la integración regional, aunque eso implique ceder parte de su inclinación por la apertura comercial.

Importante reconocimiento a la SHCP
La apuesta mexicana consiste en que Estados Unidos, hoy montado en una ola de proteccionismo arancelario, deje de pensarse en términos nacionales y se suba a una lógica regional. Que se asuma no sólo como potencia hegemónica, sino como rector de la integración económica de Norteamérica. México confía en que Washington entienda que blindar sólo a Estados Unidos es insuficiente y que la única manera de competir con China es con un Norteamérica unida y “arancelariamente” coordinada.
El Plan México es apenas la antesala de ese rediseño: una región que busca blindarse, reducir su dependencia de Asia y pensarse como un bloque capaz de proveerse lo esencial. El lugar de México en este esquema es incómodo, pero estratégico. Incómodo porque somos dependientes de China y romper con eso es costoso y doloroso. Estratégico porque, como vecino inmediato de Estados Unidos, la integración no es opción: es destino.
Durante cuarenta años, la política económica mexicana apostó a abrirse, competir, globalizarse. No por dogma, sino porque ése era el camino para convertirse en potencia exportadora y disputarle el mercado estadounidense a China. Hoy, en medio de una guerra geopolítica de susurros entre nuestro vecino del norte y China, México enfrenta un escenario distinto. El péndulo se mueve de nuevo hacia el proteccionismo y la oportunidad está en apostar a la mirada estadounidense y a una visión regional, no global.
Ese proteccionismo regional no significa cerrar el país, sino consolidar la región. La meta es clara: que Norteamérica no sólo sea la economía más poderosa del mundo, sino también la más autosuficiente. En tiempos de cadenas de suministro rotas por pandemias, guerras y tensiones geopolíticas, la autosuficiencia no es un lujo: es un escudo. El nearshoring reaparece ya no como una coincidencia del contexto internacional, sino como un derecho ganado por el trabajo realizado para lograr la integración regional. El nearshoring es de quien lo trabaja.
El riesgo, sin embargo, es evidente. Los aranceles pueden terminar golpeando de manera desproporcionada al propio mercado mexicano: encarecer insumos, frenar industrias y trasladar sobrecostos a los consumidores, con un efecto directo en la competitividad.
También está la posibilidad de que la apuesta por un mercado regional, y no global, obedezca más a una coyuntura trumpista que a una estrategia de largo plazo. Si ese andamiaje se derrumba, México podría quedar mal parado o debilitado frente a otros socios. Y hay un tercer desafío: que la medida no se ajuste con la rapidez necesaria para aprovechar el momentum y se desperdicie la ventana de oportunidad que hoy abre la reconfiguración geopolítica.
Todo lo anterior, además, depende de un jugador inestable e impredecible: Trump. Un actor que usa las tarifas como garrote electoral y que, de un día para otro, puede cambiar el rumbo de la región y luego desdecirse.
La pregunta es doble. Primero, si México se convence de dar ese golpe en la mesa aun con el riesgo de castigar la economía en el corto y mediano plazo. Y segundo, si Estados Unidos está dispuesto a dejar atrás su instinto nacionalista para reconocernos como socios plenos en una lógica regional. Porque al final, ésa es la verdadera apuesta: que Washington abandone la idea de pensarse como una fortaleza aislada y empiece a concebirse como la potencia que lidere un bloque norteamericano. Sólo así el proteccionismo dejaría de ser una política de trincheras para convertirse en un proyecto estratégico de región.

