EL ESPEJO

Cuando la política se rompe

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

El asesinato de Charlie Kirk en un acto público de la Universidad de Utah Valley estremeció a Estados Unidos y al mundo. Un líder político de apenas 31 años, fundador de la organización

Turning Point USA y figura cercana a Donald Trump, cayó abatido mientras respondía preguntas frente a miles de estudiantes. Su muerte no puede explicarse como un hecho aislado ni debe confundirse con un episodio de violencia común: se trata de un crimen político, expresión brutal de un ambiente en el que la confrontación dejó de canalizarse con palabras y se tradujo en un disparo.

Kirk había dedicado más de una década a recorrer universidades y organizar debates. Su estilo era directo, provocador, y con frecuencia llevaba al límite la confrontación con quienes lo cuestionaban. En escenarios que llamaba “demuéstrame que estoy equivocado” defendía con pasión una agenda conservadora con temas controversiales como la “teoría del gran reemplazo”, en la que la población blanca considera que está siendo desplazada por otras minorías raciales, o cuestionando buena parte de la agenda progresista. Eso le dio notoriedad y lo convirtió en una figura central del conservadurismo juvenil, capaz de movilizar multitudes y ganar influencia nacional. Pero ese mismo estilo, al intensificar la disputa en espacios ya tensos, también reflejaba la fractura de una sociedad que ha dejado de reconocerse en la diferencia. Precisamente por eso, su asesinato no sólo provocó dolor, sino que de inmediato fue utilizado como arma política en la pugna entre bandos.

Ese es quizá el elemento más alarmante: la violencia política se convierte en combustible para más polarización. Los discursos posteriores no llamaron a contener el conflicto, sino a intensificarlo, atribuyendo culpas globales a “los otros” e ignorando que tanto demócratas como republicanos han sido víctimas recientes de agresiones similares. En los últimos meses ha habido congresistas asesinados, intentos de magnicidio, ataques a domicilios de líderes y episodios que recuerdan que la confrontación ya no se limita a las palabras. Pero en lugar de reconstruir un consenso básico de rechazo a la violencia, cada sector aprovechó el momento para reforzar el relato de que la supervivencia política depende de derrotar al adversario a cualquier costo.

Las universidades, donde ocurrió el asesinato, se han transformado en escenario privilegiado de esa tensión. Lo que debería ser un espacio de formación y discusión se convierte en un terreno donde los debates se confunden con la lucha por imponer un marco cultural. Además, las propias autoridades públicas han usado herramientas como los fondos federales para presionar a las universidades a ajustar sus políticas, volviendo aún más frágil el equilibrio de estos espacios. La consecuencia es que el disenso, en lugar de expresarse en diálogo, se percibe como una amenaza.

Pero este fenómeno no se limita a Estados Unidos. En distintas regiones del mundo, la polarización extrema está erosionando los puentes que permiten que sociedades diversas sigan conviviendo bajo un mismo marco político. La desconfianza se multiplica, la violencia se normaliza y la democracia se vacía de su capacidad para contener los conflictos. El resultado no es inmediato, pero sí previsible: cuando se rompe la posibilidad de reconocer al otro como interlocutor válido, lo que queda es un terreno fértil para choques sociales cada vez más graves.

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