EL ESPEJO

La censura detrás de la risa

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

El lunes pasado Jimmy Kimmel hizo lo que cualquier comediante político: abrió su programa con un monólogo sobre la noticia que sacudía a Estados Unidos —el asesinato de Charlie Kirk— y satirizó sobre la respuesta gubernamental. El martes estalló la indignación en redes.

El miércoles, horas antes de grabar, ABC y Disney bajaron la palanca y suspendieron el show “indefinidamente”. No hubo despido formal, pero el mensaje quedó claro: el costo de hablar subió de golpe.

¿Por qué pasó tan rápido? Porque apareció el árbitro. La FCC —el regulador federal que decide quién puede transmitir por radio y TV en todo el país— no programa ni regula contenidos, pero sí controla las licencias y vigila si una empresa puede fusionarse o comprar más canales. Sus cinco comisionados son nombrados por la Casa Blanca y su poder es técnico… Hasta que se vuelve político. El presidente de la FCC, Brendan Carr, advirtió en público que el caso Kimmel era “muy serio” y que podían actuar “por las buenas o por las malas”, recordando a las televisoras que operar exige servir al “interés público”. Si no les gusta, dijo, “pueden entregar la licencia”. Los ejecutivos entendieron la insinuación.

En Estados Unidos las cadenas nacionales dependen de decenas de estaciones locales (afiliadas) para llegar a todo el país. Tras el regaño del regulador, varios grupos anunciaron que dejarían de transmitir a Kimmel. Es inusual que los afiliados dicten la programación a la cadena; pero no lo es si se considera que muchas de estas estaciones tienen operaciones de compra y venta, así como las grandes cadenas, que requieren el visto bueno de la FCC. La combinación de presión regulatoria, temor comercial y una rebelión de afiliadas hizo el resto.

Kimmel es, además, el rostro visible de un formato clave en la conversación pública de Estados Unidos: los “late-night shows”. Son monólogos diarios que muerden al poder y traducen con humor debates complejos. En los últimos años, cuando la mentira oficial se normalizó, fueron estos espacios —como los de Jon Stewart, John Oliver o Stephen Colbert— los que explicaron y exhibieron excesos con velocidad y alcance masivo. Por eso la suspensión importa: no se silenció a un comediante, se encogió un espacio de control cívico.

Mientras tanto, Trump sigue demandando medios (como intentó la semana pasada por 15 millones a The New York Times) y en muchos casos está ganando, como logró con Paramount y los 16 millones de dólares que pagaron por un programa de 60 Minutes que no le gustó. Los ejecutivos temían que litigar chocara con otras decisiones federales y decidieron pagar. El resultado práctico es inequívoco: si criticas, te esperan años de abogados o un cheque muy caro. Por la vía regulatoria, la FCC usó el lenguaje del “interés público” para marcar línea a quienes transmiten programación crítica. Y por la vía presupuestal, la administración presume palancas como recortar fondos federales, como ha hecho con las universidades. Distintos caminos, mismo destino: que cuestionar cueste.

El gobierno insiste en que defiende la libertad de expresión y denuncia la “cultura de la cancelación”. Pero celebrar la cancelación de Kimmel, amenazar licencias y forzar concesiones legales desde la Presidencia es lo contrario: es gobernar con miedo. Cuando el árbitro se vuelve jugador, los micrófonos tiemblan; y cuando la risa teme, la democracia pierde una válvula de escape.

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