El martes se cumplirán dos años del ataque de Hamas que encendió otra vez la mecha en Medio Oriente. Aquel 7 de octubre de 2023, los milicianos palestinos irrumpieron en territorio israelí, asesinaron a unas mil 250 personas y secuestraron a más de 200. Lo que siguió fue la reacción más devastadora que Israel ha emprendido en décadas: una ofensiva militar que, en nombre de la legítima defensa, se transformó en una guerra de aniquilación.
Desde entonces, más de 65 mil palestinos han muerto, según datos de la ONU. La mayoría son civiles, y entre ellos se cuentan decenas de miles de mujeres y más de 25 mil niños. En Gaza, donde antes vivían dos millones de personas, no queda ningún lugar seguro. Los hospitales han sido bombardeados, los campos de refugiados arrasados y las escuelas convertidas en escombros. Israel sostiene que su objetivo es eliminar a Hamas, pero el castigo colectivo contra toda la población civil ha terminado por borrar las fronteras entre la defensa y la venganza.
El costo humano de esta guerra no se mide sólo en vidas. También en la desaparición de la verdad. De acuerdo con Reporteros sin Fronteras, más de 210 periodistas han sido asesinados por el ejército israelí en estos 23 meses. Al menos 56 fueron blancos deliberados mientras realizaban su trabajo. Israel, además, mantiene cerrado el acceso a la prensa internacional, algo inédito incluso en los conflictos más violentos del último siglo. Sólo los reporteros palestinos —muchos de ellos ahora muertos o desplazados— han podido documentar la destrucción desde adentro. Su labor no sólo revela los horrores de la guerra: también desafía el intento de silenciarla.
Benjamin Netanyahu, acorralado por los escándalos de corrupción y destrucción del Poder Judicial antes de esta guerra, y sostenido por una coalición ultranacionalista, ha hecho de esta ofensiva su herramienta de supervivencia política. Con el argumento de la seguridad nacional, ha permitido bombardeos indiscriminados que contradicen el derecho internacional humanitario y han multiplicado el número de desplazados hasta superar el 80% de la población de Gaza.
En las últimas semanas, la atención internacional ha girado hacia un nuevo intento de paz. Donald Trump presentó un plan de 20 puntos para poner fin al conflicto: propone la liberación de los rehenes israelíes a cambio de prisioneros palestinos y el cese de los bombardeos. Sorprendentemente, Hamas ha aceptado partes del acuerdo, aunque sin renunciar a su presencia política en Gaza. Netanyahu, presionado por su ala más dura, se resiste. Los diplomáticos egipcios y qataríes intentan salvar la negociación, pero la desconfianza es tan profunda que cada día de tregua se mide en cadáveres.
A dos años del inicio de esta guerra, el mundo parece acostumbrarse a la catástrofe. Gaza se ha vuelto una tragedia de fondo, otra noticia entre muchas, como si la compasión tuviera un límite de ancho de banda. Sin embargo, la atención internacional no es un juego de suma cero: mirar al exterior no implica ignorar lo que ocurre dentro de nuestras fronteras. La empatía no se reparte por cuotas nacionales.
La flotilla Global Sumud, en la que viajaban incluso mexicanos, ha sido criticada por preocuparse por Gaza en vez de por los problemas de México. Pero su viaje recuerda una verdad elemental: la solidaridad no se agota en la geografía. Cuando se deja de mirar el sufrimiento ajeno, la violencia encuentra nuevos lugares donde repetirse.