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El triunfo no es de la derecha

Antonio Michel Guardiola. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Antonio Michel Guardiola. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

Más que una ola ideológica, lo que hoy recorre América Latina es una profunda inconformidad social. Inconformidad frente a la inseguridad, la desigualdad y un Estado de derecho que muchos ciudadanos sienten débil o capturado por la corrupción. En ese contexto, los recientes virajes políticos en la región no responden tanto a una conversión doctrinaria como a una búsqueda desesperada de alguien que haga lo que el anterior no logró.

Chile es el ejemplo más reciente de este fenómeno. Hace apenas unos años, Gabriel Boric encarnaba para muchos jóvenes latinoamericanos la promesa de una izquierda nueva: progresista, inclusiva y comprometida con corregir desigualdades. Su llegada al poder simbolizó el triunfo de una generación que creía posible transformar la política.

Hoy, ese país ha optado por un presidente de ultraderecha. El contraste es revelador. No es que Chile abandonó sus aspiraciones de justicia social, sino que la distancia entre la promesa y la experiencia cotidiana decepcionó una vez más. La inseguridad creció, la migración irregular se desbordó y la percepción de desorden e impunidad se instaló en amplios sectores de la sociedad. La decepción impulsó al péndulo.

Chile se une a otros países latinoamericanos que han dado la vuelta en el espectro político. Desde 2019, con la llegada al poder de Nayib Bukele en El Salvador, comenzó a consolidarse una lógica política distinta: un hombre externo, con mano dura, que pudiera traer orden. Luego vinieron casos como Ecuador, Costa Rica, Panamá, Argentina y ahora Chile, cada uno con matices propios, pero unidos por un mismo hilo conductor: castigo al gobierno en turno.

En Ecuador, el avance del crimen organizado rompió lealtades políticas históricas. En Costa Rica, un país símbolo de estabilidad institucional, se normalizó un discurso combativo contra las élites tradicionales. En Argentina, la frustración económica llevó a muchos votantes a apostar por una opción radical. En Chile, la migración, la percepción de inseguridad y la desigualdad social desplazaron del centro del debate la agenda de derechos. La tendencia es clara: optar por un liderazgo duro que ejecute y traiga resultados inmediatos.

La ideología ha pasado a un segundo plano. Lo que resuena en las urnas no es una sinfonía ideológica, sino gritos de desesperación. La gente vota para para corregir, expresar una decepción y probar algo distinto que sí pueda hacer frente a los desafíos perennes que padecen.

La tendencia continuará con el efecto pendular mientras el gobierno en turno no entienda que debe trabajar con la oposición, construir políticas con una visión a largo plazo y cooperar con los demás países de la región para atacar problemas compartidos. Hay que trabajar con los demás gobiernos para cortar las raíces que se expanden en la región.

Cuando la inseguridad, la desigualdad y la corrupción dominan la vida cotidiana, el votante deja de debatir modelos y empieza a buscar a quien prometa resultados. Ése es el verdadero desafío para quienes gobiernan hoy: entender que el mayor reto no es la oposición, sino la capacidad de utilizar el poder no para conservarlo, sino para atender los llamados de quienes se lo otorgaron.

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