Como cada año, presento al lector la lista de quienes —en mi opinión— representan a los antihéroes de este año. Al cerrar un ciclo solemos hacer balances morales: elegimos héroes, señalamos villanos, repartimos culpas y reconocimientos.
Este no fue el año de los grandes villanos caricaturescos, fácilmente identificables por su crueldad explícita. Fue, más bien, el año de los antihéroes del poder: figuras que se presentan como salvadores, resistentes o libertadores, pero cuyo legado real es devastación, muerte y erosión moral.
El antihéroe político no actúa como el villano clásico, ni se asume como tal. Se narra a sí mismo como respuesta a una humillación previa, a una injusticia histórica o a una amenaza existencial. No promete bienestar ni justicia en sentido estricto, sino algo más seductor: identidad, sentido, pertenencia, redención.

Rocha Cantú en París
Este año, tres figuras encarnaron con claridad esa lógica: Vladimir Putin, Nicolás Maduro y el grupo terrorista Hamas. No son equivalentes ni intercambiables. Sus contextos, trayectorias y alcances son distintos. Pero comparten una misma estructura ética: la conversión de la política en épica y de la violencia en justificación.
Putin es el antihéroe imperial. Su promesa no es nueva: ofrece orden frente al caos, grandeza frente a la decadencia, patria frente a un Occidente que se percibe débil y corrupto. Bajo esa narrativa, la guerra deja de ser una tragedia y se vuelve un instrumento de restauración histórica. Las vidas concretas —propias y ajenas— se vuelven prescindibles frente a una causa abstracta: la nación, la civilización, el destino. La verdad misma se sacrifica en el proceso. No importa lo que ocurre, sino el relato que lo envuelve. En esa tesitura, cuestionar no es deliberar: es traicionar.
Maduro representa otro tipo de antihéroe: el revolucionario fosilizado. Su legitimidad ya no proviene de la promesa de transformación, sino de la retórica de la resistencia permanente. El enemigo —externo o interno— nunca desaparece; solo cambia de nombre. En su narrativa, el pueblo es invocado constantemente, pero escuchado muy poco. La soberanía se usa como escudo para justificar el empobrecimiento material y moral de la sociedad. El poder ya no se ejerce para gobernar, sino para sobrevivir.
Hamas encarna una forma distinta de antihéroe: la del martirio. Su promesa es la liberación, la redención sangrienta, la justicia frente a una opresión real y prolongada. Pero esa promesa se construye sobre la instrumentalización del sufrimiento propio y ajeno. La muerte se vuelve argumento político; el sacrificio, prueba de pureza moral. La causa se impone sobre las personas concretas, incluso —y a veces especialmente— sobre aquellas a las que dice defender.
Cerrar el año señalando a estos antihéroes no busca repartir culpas simplistas, sino recordar algo básico: ninguna causa, por justa que se proclame, autoriza a tratar a las personas como medios. Cuando aceptamos lo contrario, cuando normalizamos la violencia narrada como destino, no solo perdemos de vista a las víctimas. Perdemos también el lenguaje ético con el que podríamos, algún día, hacer justicia.

