Armando Chaguaceda

Terraplanismo político

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando Chaguaceda
Por:

Para L.D

Tengo un amigo que es un referente en temas de Derechos Humanos y Democracia en México y Latinoamérica. Un tipo que piensa bien y, además, pone el cuerpo —desde tiempos mozos—en diversas luchas sociales. Alguien que sigue analizando, reclamando y proponiendo hoy lo mismo que sostuvo ante los gobiernos neoliberales: más transparencia y participación, mejor rendición de cuentas y contrapesos al ejercicio del poder. Pero mi amigo, hoy como ayer, molesta. Y quienes no pueden rebatir su trayectoria y argumentos —con él no cabe eso de “y tú dónde estabas cuando...”— le dicen que “piensa en abstracto”. Que debe “bajar al pueblo”.

No sé que es eso de “pensar en concreto”, pero espanta el antiintelectualismo de, paradójicamente, otros intelectuales. La censura inducida de académicos para con sus colegas. La abdicación del pensar. Una historia que se repite, durante el pasado siglo, por todo el orbe.

La política puede vivirse como administración de lo existente y como cambio radical. Ninguna de ellas es, per se, portadora de la virtú. Quienes administran las estructuras creadas, pueden hacerlo de un modo conservador —protegiendo privilegios enquistados— o mejorando las cosas con reformas que beneficien a las mayorías. La aspiración a un cambio radical reúne en su seno a mucha gente honesta, entregada a la transformación de los males persistentes, pero también a oportunistas y fanáticos que cimentarán el encumbramiento de una nueva élite. En Latinoamérica, el riesgo de los administradores radica en la parálisis; en acotar su agenda a cambios cosméticos de una realidad desigual, jerárquica y violenta. El peligro de los radicales reside en el desprecio por los consensos y el pluralismo inherentes a toda sociedad abierta. El proyecto de una reforma integral y sostenible del orden socioeconómico y político excluyente queda presa, en nuestros países, de pactos inmovilistas y fiebres refundacionales.

¿Qué puede hacer la academia ante ese reto? La intelectualidad juega un papel crucial en los procesos de profundización democrática. Su rol es clave, en tanto la democracia posee, como explicaba Norbert Lechner, un sustrato cultural —cognitivo y afectivo— que rebasa las instituciones políticas y los fundamentos materiales de la vida social. Dicho sustrato estructura un campo de discursos plurales, capaces de interpelar a los participantes y las políticas en curso. El espacio clave para esta deliberación intelectualmente motivada se ubica en la esfera pública.

Como he dicho antes, al responder los intelectuales a la demanda social de análisis y crítica, asumen la representación de agendas colectivas, la preservación de la memoria y el ejercicio de la responsabilidad cívica. Les define la circulación de ideas, la vocación para intervenir en la esfera pública. También la pretensión de ejercer influencia sobre las elites y públicos, en soporte u oposición a posturas políticas específicas. Por ello, la autoridad del intelectual se sustentará en una mix-

tura —imperfecta y no siempre proporcional— entre competencia académica, coherencia ética y sensibilidad social. La apelación a cualquier fe política no tiene aquí cabida.

Cuando el debate público se vigoriza, los discursos políticos —otrora preocupación de minorías metropolitanas— se expanden a las “periferias” sociales y territoriales de la nación, amplían su presencia en la vida cotidiana de la gente. Pero la polarización puede asfixiar al pluralismo de ideas y atentar contra la siempre relativa autonomía intelectual. La ideología —como conjunto de ideas y valores que ordenan nuestra visión del mundo y sus alternativas— no puede ser un fórceps para la reflexión intelectual y el activismo transformador. La falacia del Fin de la Historia no puede ser sustituida con el terraplanismo político.