Coral

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Nadie pone en duda que cantar, como bailar, es terapéutico, bueno para el alma. Al cantar ejercitamos un desahogo único, una resistencia contra la prosa de los días, una sintonía con el ritmo y la armonía del cosmos. No importa si lo hacemos bien o mal: cantamos, y al hacerlo suspendemos la incredulidad, el cinismo y, como en un golpe de magia, el paso del tiempo.

Siempre se canta en presente, es decir en la eternidad. Lo solemos hacer en soledad, desinhibidos de la presión social, pero… hay otro placer, menos frecuente, más raro y precioso, un placer que es como la inmersión en la multitud recomendada por Baudelaire: cantar en un coro. Al cantar en un coro desaparece la singularidad para transformarse en una sola, poderosa voz, y la soledad, arropada, se fortalece en un giro positivo: uno es la adición, el eslabón, el nudo en la textura, la hormiga indispensable en el ejército. Cantar en un coro tiene algo de experiencia religiosa o, a la inversa, de comunión laica, de fraternidad puesta en práctica con la conjugación del nosotros.

Quien escucha un coro reconoce de inmediato un poder especial, un patetismo impar: a mí me asalta, en cuanto atestiguo el tejido de esa música humana, el impulso de llorar, como si pulsaran en mí un botón emocional del que no tengo control. Y crecí escuchando coros en la atmósfera melómana de mi padre: coros de Händel, de Mozart, de Beethoven, in crescendos heroicos o tristes réquiems que hoy invariablemente me remiten a él. Y, tal vez un domingo al año, la apoteosis de Carl Orff con la que recargábamos pilas para seguir en la lucha de nuestras (para nosotros) significantes vidas. Pero cantar en un coro es otra cosa, es tener el privilegio de ser el instrumento y la música, de sumergirse en el milagro conforme sucede, de conectar y ser tocado por una entidad superior, otra, acaso y simplemente la deidad de la música y su condición total, o tal vez algo más. En cualquier caso, la experiencia inmersiva es más que emocionante.

Me he unido a un coro de hombres aquí donde vivo, en el sur profundo de Inglaterra. El promedio de edad es 70 (incluyendo mi contribución a la baja) y nuestra tesitura, nuestro registro son magníficos, debo decirlo sin modestia. Algo extraordinario sucede en cuanto comenzamos a cantar, algo inefable, como si cada ego se disolviera para permitir el nacimiento de un ser colectivo, sutil y potente al mismo tiempo, siempre conmovedor. No entiendo la mitad de lo que dice el director, no me he aprendido las canciones, pero no importa: canto, tarareo, me sumo a lo que me rebasa, sueno, me convierto en una música que expresa la gloria de la existencia en medio de un mundo atroz, soy una nota más en la composición de quién, de qué. Ahí, en la sección de bajos, como extranjero en medio de treinta británicos hasta la médula, ellos y yo nos igualamos y ya no hay diferencias entre nosotros sino la uniformidad de una voz grave y fraternal, una voz que en estos días sólo entona villancicos navideños, pero con qué proyección, con qué entrega y alegría, incluso cuando el mexicano desafina.