El rinoceronte en la habitación

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace casi exactamente 111 años (el 18 de octubre de 1911) ocurrió un encuentro que moldeó la historia de la filosofía para siempre: Ludwig Wittgenstein, sin anunciarse, se presentó ante Bertrand Russell en su oficina del Trinity College, en Cambridge. El joven aspirante a filósofo, consciente de que poseía un talento aun amorfo para el pensamiento abstracto, quería ser guiado por el autor de Principia Mathematica, y así se lo hizo saber cuando irrumpió en su oficina mientras Ru-

ssell tomaba el té con C. K. Ogden (quien sería el primer traductor del Tractatus Logico-Philosophicus).

En ese encuentro converge la acmé, o esplendor, de ambos pensadores: el maestro iniciando su descenso, el alumno comenzando su ascenso. Abundan las anécdotas sobre la relación entre ambos filósofos, pero vale la pena reconocer, antes, el poderoso alineamiento de dos mentes dedicadas a una empresa como la persecución de la verdad con las herramientas de la lógica: el joven Wittgenstein apenas dejaba espacio para que esa distracción llamada vida se colara en sus razonamientos, y Russell, primero escéptico y después enteramente rendido ante el genio de su protegido, reconociendo que, donde él había puesto punto final a su contribución filosófica, comenzaba la aventura intelectual de Wittgenstein.    

Los diálogos entre ambos comenzaban en el aula y continuaban con Wittgenstein, terco, siguiendo a Russell hasta su oficina para continuar con la esgrima lógica. Acaso el más famoso de esos intercambios haya iniciado cuando Wittgenstein le aseguró a Russell que nada empírico se podía saber de manera absoluta, pues todo conocimiento está basado en procesos lógicos, en proposiciones derivadas de las más sencillas leyes, aquellas en las que aceptamos los fundamentos de nuestra percepción y nuestra experiencia de la realidad, y por tanto no hay axiomas cerrados sino eslabonamientos lógicos: en pocas palabras, que no podemos saber nada a ciencia cierta. Para Russell, en cambio, saber es una condición inherente del mundo natural, y nuestra relación con un objeto o fenómeno es algo dado, no una suposición o conjetura. Procedió el maestro a desafiar al alumno pidiéndole que concediera un hecho incontrovertible: que en la habitación no había un rinoceronte (y procedió a demostrarlo buscando al rinoceronte debajo de los escritorios y las sillas). La escena es memorable, pero no hizo reír a Wittgenstein ni lo doblegó, pues no se puede demostrar un negativo y para él se trataba de un asunto metafísico, no empírico, algo que posteriormente quedaría establecido en la primera proposición de su Tractatus: “El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”.   

En lo que parece una recreación moderna de los diálogos platónicos, la búsqueda del rinoceronte es apenas una muestra de la vibrante relación maestro-alumno que no tardaría en invertir sus términos a alumno-maestro, pues ya en esas primeras semanas de entrega a la resolución de problemas lógicos, Russell diría de Wittgenstein: “Tiene más pasión por la filosofía que yo: sus avalanchas hacen que las mías parezcan meras bolas de nieve”. Pero también Wittgenstein admiraba a Russell, e hizo un bellísimo elogio de su Principia Mathematica: dijo que parecía música. 

Esa amistad, que mucho tuvo de amor y mucho de rigor, comenzó hace 111 años, cuando un austriaco interrumpió a un británico que tomaba el té.