Fugaz

Fugaz
Fugaz Foto: Imagen: Especial

No teníamos suficiente dinero para la playa, pero Samuel se empeñó. Nuestro apretado presupuesto sólo alcanzaría para alquilar hamacas y para el autobús de tercera que tardaría aproximadamente doce horas en llegar a las paradisiacas playas de Oaxaca. Accedí, confiada en que la aventura en el paraíso valdría la pena.

El trayecto en el destartalado autobús se interrumpió por una falla irreparable para las escasas habilidades mecánicas del chofer. Nos quedamos varados en una carretera solitaria, hasta que seis horas después llegó otro autobús igual de astroso a salvarnos. Mientras lo esperábamos, vencida por el agotamiento y el sopor del ambiente, soñé que aves de diferentes tamaños y especies nublaban el cielo, volando siempre en lo alto. Eran tantas que a veces resultaba complicado diferenciarlas. La gente, aterrorizada se ponía bajo resguardo, pero yo permanecía a mitad de calle, embelesada con ese vuelo singular e hipnótico que lejos de causarme temor, me brindaba una poderosa sensación de sobrevivencia.

Por fin en la terminal, alcanzamos a abordar la última camioneta que nos llevaría a la playa que anhelábamos. Ahí, el cuerpo de Samuel colapsó. Después de largos minutos encerrado en la letrina, salió tambaleante, con el semblante exprimido y la piel verdosa. Irritado, rechazó el té que le ofreció Esther, nuestra anfitriona, y se aferró a una de las hamacas. Evité acompañarlo en su malestar, su estado de ánimo presagiaba tormenta y preferí charlar con Esther, primero del autobús descompuesto, luego de recetas y, al final de sueños y calamidades. Cenamos la pesca del día a las brasas con mucho limón y me invitó unos mezcales.

Ya de noche, antes de llegar a mi hamaca, un tipo flacucho y desaliñado emergió de la oscuridad y me ofreció droga, la que quisiera. “Tengo absolutamente de todo”, dijo separando las sílabas. Rechacé su oferta y me recosté en la hamaca.

—¿También te ofreció?

—Ajá.

—¿Bebiste?

—Ajá.

—¿No se te ocurrió ver si necesitaba algo?

El tono ya era belicoso, se incorporó de su letargo para iniciar una discusión; justo en ese instante un viento provocado por una sombra veloz nos espantó. Tras la nube de arena, descubrimos que se habían robado las chanclas. Apenas pude reprimir una carcajada. Las mías eran viejas, pero Samuel se acababa de comparar las suyas, en una oferta irresistible. Yo le había dicho que no eran aptas para la playa, pero supongo que la psicología de marca surtió efecto y las compró a cómodos meses sin intereses.

—Lo que nos faltaba.

—Bueno, no es para tanto, Esther tiene bajo resguardo las cosas de valor.

Escuché un bufido y luego me concentré en el ritmo del oleaje que me adormeció pronto. Me soñé en medio de una barca enorme, llena de niños que me ofrecían frutas apetitosas con sabor a alcohol. Pero mi alegría se opacó cuando descubrí que nadie pilotaba la nave. Entonces un jalón me despertó.

—¿Estás cruda? Vámonos, me dijeron de una playa paradisiaca cerquita.

La hostilidad era estridente, así que evité mofarme de las chanclas quebradizas que seguramente consiguió con algún pescador. Agradecí a una Esther sorprendida por nuestra marcha repentina y cuando supo a dónde íbamos, me aseguró que era un lugar maravilloso, pero que recomendaba evitarlo o en todo caso ir con un guía de confianza.

—¿Escuchaste?

Pero Samuel se hizo el sordo, caminaba por el sendero lejos de la playa. Cuando lo alcancé, intercambiaba unas palabras con el malhumorado chofer de un camión de redilas detenido en un punto impreciso de la carretera. Nos subimos y poco después se llenó de trabajadores de la costa con guaraches macizos, sombreros amplios y ropa ligera. Todos cargaban machetes enormes e intimidantes. Apenas nos saludaron con un movimiento forzado de la cabeza. El camión se puso en marcha. A los pocos minutos se adentró por un sinuoso sendero de vegetación exuberante. Dábamos saltos que continuamente hacían sonar, amenazantes, los machetes.

El calor sofocante empapó nuestros cuerpos y nuestra respiración se tornó trabajosa. Los compañeros de viaje, en cambio, no mostraban ninguna señal de incomodidad. Yo trataba de concentrarme en la belleza de la vegetación, aspiraba y espiraba con profundidad, mientras los escenarios más terribles pasaban por mi cabeza. De pronto advertí que los hombres hablaban a viva voz en una lengua desconocida, sin dejar de mirarnos con lascivia. En ese momento descubrí mi brazo atenazado por la mano temblorosa de mi compañero. Su pretendido gesto de protección se traduciría, para cualquier espectador, en un vano intento por protegerse a sí mismo. Indirectas, carcajadas, juegos de sables con los que celebraban las bromas de unos y otros. Desesperada, aterrorizada e incapaz de generar un pensamiento coherente, solté una carcajada histérica que surgió de las profundidades de mi garganta. Samuel me soltó con un gesto de repugnancia. Y el camión se detuvo.

De saltos ágiles, los hombres se apearon y luego desapa-recieron entre la maleza, todavía a las carcajadas. El chofer gritó algo que no entendí y Samuel, tembeleque, bajó e intercambió unas palabras, ocupó el lugar del copiloto y arrancamos de nuevo. Casi me voy de bruces, mientras recogía nuestras mochilas, creyendo que el paraíso estaría a unos pasos. Aunque me dio la impresión de que el vehículo se adentraba cada vez más a la zona selvática, luego de varios minutos alcanzamos carretera y regresamos al punto de inicio. El conductor me ayudó a bajar, mientras Samuel corría hacia la fosa séptica.

Por fortuna, encontré a Esther de camino a la playa y bebimos mezcal mientras le platicaba nuestra experiencia que le provocó sonoras carcajadas. Una vez más Samuel se refugió en la hamaca, sin aceptar el ofrecimiento de Esther para que bebiera un remedio que aliviaba el malestar. Pensé en ir a ofrecerle consuelo, comentar lo ocurrido, abrazarlo, pero no pude, mi cuerpo permaneció al abrigo de Esther que me ofreció comida y bebida.

Samuel no dormía cuando me acomodé en la hamaca. El silencio hostil y espeso fue interrumpido por la aparición de una estrella fugaz. Tanta belleza sosegó mi angustia, y deseé con todas mis fuerzas que la estela luminosa me transportara a casa. El astro desapareció luego de surcar por un instante el inconmensurable cielo estrellado. En ese instante descubrí el desapego y la insatisfacción. Y los planes compartidos se desvanecieron sin dejar rastro.

La estrella fugaz me indujo a una ensoñación liminal: estaba segura de estar despierta, pero las visiones y sensaciones coloridas y deslumbrantes me remitían a las profundidades de una pesadilla no revelada. Cuando desperté entrada la mañana, Samuel ya no estaba, tampoco el dinero compartido del viaje. Yo todavía me quedé los tres días restantes del plan original, gracias a Esther.