La actual Embajada de México en Argentina está a dos cuadras del complejo de departamentos y boutiques “Casa del Ángel”, que alguna vez fue una enorme mansión del Dr. Carlos Delcasse, edificada bajo el estilo pintoresquista alemán de fin de siglo XIX. La quinta abarcaba, por su lado más extenso, todo el frente de una manzana de la calle de Sucre. En total, tenía unos 95 metros de frente por más de 50 de profundidad, y se extendía desde la calle de Arcos hasta la esquina de la calle de Cuba, donde estaba su entrada principal, al 1919. En la terraza principal de ese costado estaba incrustada la escultura angelical en piedra que daba nombre a la propiedad, única pieza sobreviviente de la casona, derribada en los años 70 del siglo pasado, resguardada ahora en las oficinas del Museo de la Ciudad de Buenos Aires. Para quien quiera darse una idea de lo que fueron las dimensiones internas de aquella residencia, que visite el vecino Museo Larreta, en la calle de Mendoza, cuyo parque debe ser casi de la misma extensión que el de la propiedad de Delcasse, con muy diversas variedades de plantas, fuentes, glorietas y pasillos. Para quien quiera figurarse lo que era su bardeado exterior, basta visitar otra villa vecina, el Colegio de las Hermanas de la Santa Cruz, señorial casona situada en la calle Virrey del Pino, en el 2281, e imaginar toda una cuadra con un enrejado similar.
Por muy diversas razones, esa casa fue una de las más señaladas de Belgrano a lo largo de buena parte del siglo XX. Descrito todavía como “un mar verde de alfalfa” hasta mediados de los 1850, Belgrano pasó de ser una mera localidad rural que sumaba caseríos y grandes villas campestres aisladas, a ser una ciudad destacada de la provincia de Buenos Aires para enero de 1883, dotada ya con los servicios de una urbanización deseosa de incorporarse al acelerado progreso de la capital, entre ellos el muy célebre “trangüaicito”, línea ramal del Tramway Central de caballos inaugurado por los hermanos Lacroze trece años antes, que no era tan lenta como puede pensarse: los viajes desde el centro de la ciudad hasta la ahora comuna 13 duraban alrededor de cuarenta minutos. El “partido” de Belgrano (de acuerdo con la nomenclatura topográfica rioplatense), en 1880 incluso fue asiento del gobierno federal.
EN ESE AMBIENTE de excentricidad geográfica, pero acaso también temporal respecto al pulso de transición hacia la modernidad plena, transcurre la que se considera novela debut de la escritora rosarina Beatriz Guido: La casa del ángel, que retomó la impronta legendaria de la mansión de los Delcasse para componer una ceñida narración intimista y obtener, en 1954, el premio de un concurso convocado por la entonces poderosa editorial Emecé.
Aunque no se trate de su ópera prima, pues antes había publicado otros tres libros, el primer título que le ganó prestigio a Guido es una obra de educación sentimental redactada en un engañoso registro naif y una estructura aparentemente sencilla, pero dotada de la malicia suficiente como para generar memorables claroscuros, poco convencionales para lo que, en aquellos días, se atrevían a publicar las autoras argentinas, por lo que ganó muchos lectores en un momento en que la escena literaria le otorgaba poca o nula atención a las creaciones que no estuvieran en el vértice de la disputa estética entre los escritores nacionalistas y los cosmopolitas.
A un tiempo, La casa del ángel recrea el despertar erótico y sexual de una adolescente, educada en los rigores de una instrucción católica de la que intenta huir, sumándole un retablo impresionista de diversas costumbres religiosas, sociales y políticas de la oligarquía y el patriciado porteño de la época. En menos de 120 páginas, sin antecedentes que hicieran prever la profundidad de su calado psicológico, la bisoña novelista alcanzó a recrear una época agobiantemente claustrofóbica para las mujeres. Su mirada y su registro son los de una juventud apartada de lo que sucede más allá de su entorno, asumiendo su microcosmos doméstico como medida de todas las cosas, incluyendo, de manera perturbadora, el decadente tempo cotidiano de una clase que percibe, muy en la lejanía, las tensiones de una realidad social que consideran grotesca y vulgar. Para los habitantes de aquella quinta, ajena a la historia inmediata, cada vuelta al hogar equivale a ingresar de nuevo a un teatro, donde perviven incomunicados del mundanal e incomprensible curso de los acontecimientos. Esa pervivencia se convierte en traumática supervivencia para la niña protagonista y narradora de la obra, Ana, después de ser violada por uno de los amigos de su padre, el joven político Pablo Aguirre, quien se bate en duelo dentro del parque de la Casa del Ángel.
LA CASA DEL ÁNGEL RECREA EL DESPERTAR ERÓTICO Y SEXUAL DE UNA ADOLESCENTE, EDUCADA EN LOS RIGORES DE UNA INSTRUCCIÓN CATÓLICA DE LA QUE INTENTA HUIR SUMÁNDOLE UN RETABLO IMPRESIONISTA DE DIVERSAS COSTUMBRES
El libro engrosaría su prestigio al ser llevado a la pantalla grande por el esposo de la autora, Leopoldo Torre Nilsson, en el filme homónimo que catapultó al cine argentino hacia una etapa de completa renovación formal y temática. Realizada tres años después de la premiación de la novela, en 1957, la película enlazó un manejo de
la iluminación, la escenografía, el encuadre y la foto inspirado por completo en el cine expresionista centroeuropeo; tanto, que no puede dejar de pensarse en otras obras cinematográficas latinoamericanas que desarrollaron
el mismo lenguaje tardíamente, como El hombre sin rostro (1950), del mexicano Juan Bustillo Oro, película protagonizada por un enfebrecido Arturo de Córdova. El empleo del tenebrismo y el lenguaje de las sombras está muy sugerido por Guido, por supuesto, pues la suya, desde su enigmático título, es una novela que apela al fundamental principio de la casa solariega, como en numerosas piezas victorianas y posvictorianas, de Stevenson (Olalla), Henry James (Otra vuelta de tuerca), Poe (La caída de la casa Usher) y Sheridan Le Fanu (El tío Silas). Vale decir, el espacio donde va a desarrollarse el argumento es en sí mismo un personaje que envuelve y determina los hechos cardinales de la trama. En este sentido, el magnífico trabajo de Torre Nilsson se adelanta a lo que, poco tiempo después, Jack Clayton llevará a un grado exquisito con The Innocents (1961), su electrizante versión de la antes mencionada Otra vuelta de tuerca.

Por otra parte, la pausada voz en off de la protagonista, trasplantada del texto original casi letra por letra en repetidos pasajes, hace pensar que el director estaba naturalizando la nouvelle vague en Argentina, idea que la inolvidable música serial de Juan Carlos Paz, uno de los impulsores del dodecafonismo en su país, refuerza en muchas escenas.
Quien no pueda conseguir el libro de Beatriz Guido, puede acceder a la cinta de Torre Nilsson a través de
YouTube: es una tentación inaplazable. Ahí se aprecia la buena mano de un director que filmaría posteriormente las novelas más importantes de su esposa, dejando para la posteridad el retrato de una sociedad y una época complejas hasta lo indescifrable. No es un asunto menor que La casa del ángel registre, por ejemplo, la enorme importancia que tuvo para la política, la vida social y la moral de las élites en Argentina, la cultura del duelo: en el fantasmal parque de la villa Delcasse, cuya entrada vigilaba un ángel taciturno, guardián silencioso de la noche de los tiempos, se celebraron 384 duelos hasta la muerte de su dueño, en 1941.
SIN MENOSCABO DE LO ANTERIOR, la más inquietante de las obras literarias modernas que tienen a Belgrano como escenario argumental es La larga noche de Francisco Sanctis, de Humberto Costantini, publicada en 1984 por la Editorial Bruguera Argentina en su serie “Narradores Argentinos de hoy”. “Cacho” Costantini fue un miembro muy destacado de la diáspora que llegó a nuestro país huyendo de la dictadura cívico-militar más reciente, y la novela que refiero es prueba irrefutable de ello, pues fue imaginada, planeada y redactada durante su exilio en México (1977-1983).
Ordenada en diecisiete capítulos que abren, con excepción del último, con una descripción sumaria de lo que tratará cada uno, como en muchas novelas escritas entre los siglos XVII y XIX, La larga noche… está relatada por un narrador muy entrometido con sus personajes; demasiado hablador, indiscreto y, por momentos, fastidioso, pues —ya desde los resúmenes antes referidos— deja caer gracejadas discordantes con el pulso argumental, correspondiente, como va descubriéndose, al de un thriller y no al de una azarosa historia de enredos y confusiones, como se empeña en hacerle creer a los lectores la voz omnisciente. Si a esto se añade la insistencia en explorar las pulsiones psicológicas de los personajes y en aplazar calculadamente el punto de inflexión del relato, cursar esas páginas es un ejercicio que pasa por tramos laboriosos; hasta que, al aproximarse el lector a la parte final de la obra, constata que el autor despliega los mejores recursos de su gran oficio para darle la fuerza épica necesaria a un final inolvidable.
NO SON MUCHOS LOS PERSONAJES que emplea Costantini para tejer su narración. Francisco de Sanctis es un contador cuarentón, anodino, casado con una mujer que integró a su familia los dos hijos de un primer matrimonio antes de procrear con él un tercero, y que no espera mucho más de la vida que un ascenso en la empresa mayorista que lo explota a destajo y le escamotea cualquier atisbo de mejora salarial premiándolo, de vez en cuando, con una caja de víveres, por ser el mejor trabajador del mes. Lo más interesante de sus antecedentes es haber sido seminarista y pasar por la universidad con un discretísimo interés por la vida estudiantil de los años sesenta, hechos completamente anecdóticos, sin mayor repercusión en una existencia a todas luces ordinaria, estéril y empantanada en la grisura de un empleado de medio pelo.
LOS JÓVENES DOCUMENTALISTAS ARGENTINOS ANDREA TESTA Y FRANCISCO MÁRQUEZ REDESCUBRIERON PARA LOS LECTORES DE ESTE SIGLO LA NOVELA DE COSTANTINI, AL ADAPTARLA COMO SU PRIMER CINTA DE FICCIÓN
Este orden de cosas se ve interrumpido una tarde por la inopinada llamada telefónica de una tal Elena Vaccaro, vieja amistad juvenil, quien usando como pretexto una historia muy absurda le pide a Sanctis encontrarse, sí o sí, esa misma noche, la noche del 14 de noviembre de 1977. Ella quiere pedirle autorización para publicar, en una revista venezolana, un poema que Francisco publicó bajo pseudónimo en sus años estudiantiles en un pasquín universitario, y, para explicarle de qué se trata todo, lo cita en uno de los cruceros cardinales de Belgrano, a la puerta de la por entonces muy conocida confitería Mignon, en la esquina de Cabildo y Juramento, donde ahora se encuentra una sucursal de las librerías El Ateneo.
La forma tan manida de Costantini para introducir el desorden en una cotidianidad rutinaria condenada a cadena perpetua da, sin embargo, un giro espectacular cuando Vaccaro, después de un prolongado retraso, llega a la cita y hace subir a su auto a Sanctis para comenzar un periplo alucinado por Belgrano, Núñez, Saavedra y Colegiales: los barrios del norte de la capital porteña próximos a la Provincia de Buenos Aires. Para empezar, el contador apenas puede reconocer a su amiga, a la que siempre recordaba como una figura regordeta, agradable pero bastante paranoica, y que ahora se ha convertido en una muy atractiva mujer en su temprana madurez, quien lleva sus años con la prestancia de una “deportista, ayunadora, viajera, militante de peluquerías y salones de belleza, probablemente trampa y seguramente loca”, de acuerdo al narrador. Una “tilinga burguesa”, casada ahora con un oficial de la aviación militar argentina, que le pide, sin dar mayores explicaciones, memorizar nombres y direcciones de dos personas –perfectos desconocidos para ella– y avisarles de inmediato que esa noche, o mejor dicho, a la madrugada siguiente, van a ir por ellos.
La enorme tensión que genera esta brutal ruptura de la calma chicha en la que transcurre Sanctis es el mayor logro de la novela, pues a partir de ese momento comienza para el protagonista una deriva múltiple. Primero, es reflexiva: vale decir, demanda al personaje una serie de cuestionamientos acerca de lo que debe o no hacer, y por qué ha sido elegido para llevar a cabo una tarea de alto riesgo en la que estará absolutamente expuesto, sin saber, bien a bien, cómo realizarla. En segundo plano, y esto es parte fundamental del encanto de la obra, después de haber recibido y aceptado su misión, al no poder rechazarla, Sanctis comienza a vagabundear por la noche porteña en busca de una salida para la encrucijada que el destino, o la historia, la historia de su país, le ha impuesto. Costantini debe haber trabajado más con su memoria que con mapas de Buenos Aires al trazar todo ese flaneo noctívago, porque la evocación realista de ciertos periplos por los recovecos del norte y noroeste de Buenos Aires termina siendo astillada por imprecisiones. Las últimas horas de La larga noche…, en sus tres capítulos conclusivos, son un angustioso zigzagueo por avenidas y calles despobladas que corresponde, más que a un acto heroico, a la búsqueda de una salida, cualquier salida, a una realidad oscura, fría y agobiante, ante la cual no parece haber salvación.

LOS JÓVENES DOCUMENTALISTAS argentinos Andrea Testa y Francisco Márquez redescubrieron para los lectores de este siglo la novela de Costantini, al adaptarla como su primer cinta de ficción, un estupendo largometraje que les ganó el premio a la mejor película y al mejor actor (Diego Velázquez, en el papel de Sanctis) en el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), en 2016, para después ser el único filme latinoamericano proyectado en la selección Un certain regard, del Festival de Cannes de ese año.* Es una obra de gran calado. No exagero al decir que es la más kafkiana de las películas del nuevo cine argentino; la que mejor transmite el miedo y la paranoia omnipresentes de quienes viven bajo una feroz dictadura militar. Si bien prescinde de la mayor parte de las referencias urbanas explícitas en el libro —en la película no identificamos ningún lugar de Belgrano, por ejemplo—, logra crear atmósferas muy contundentes desde la primera toma, en la que se ve el multifamiliar de clase media baja donde vive Sanctis (algo no descrito por Costantini), hasta el clima de pesadumbre y desa-
sosiego de quien vaga por callejones oscuros que no conducen a ninguna parte. Una y otra vez, Sanctis busca la manera de llegar hasta la pareja bajo amenaza, y siempre se topa con un laberinto inquebrantable. Con muy es-
casos recursos de producción, y un empleo refinado de los tiempos muertos, la iluminación nocturna y el silencio ante la cámara, Testa y Márquez le dieron una dimensión audiovisual magnífica a una obra literaria que merece ser leída como testimonio de una época donde la indiferencia, el desgano y el mutismo de considerables sectores de la sociedad argentina contribuyeron, voluntariamente o no, al terror.
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*La película La larga noche de Francisco Sanctis puede verse de manera gratuita en la plataforma del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina), en la página https://play.cine.ar/INCAA/produccion/4001
REFERENCIAS
Humberto Costantini, La larga noche de Francisco Sanctis, Colección Narradores Argentinos de Hoy, Bruguera, 1984. Beatriz Guido, La casa del ángel, Capital Intelectual, 2008.---------------------, ¿Quién le teme a mis temas?, Editorial Fraterna, 1977.
Sandra Gayol, Honor y duelo en la Argentina moderna, Siglo XXI, 2008.
José Miguel Onaindia, Diego Sabanés, Beatriz Guido. Espía privilegiada, Colección Cosmos, EUDEBA, 2023.


