LAS CONVERSACIONES serias ocurren en los lugares más inverosímiles, incómodos y absurdos. Una vez en el supermercado, en el pasillo de frutas y verduras y entre ofertas de productos dietéticos, un señor me preguntó si yo alguna vez había querido abandonar a mi familia y no regresar jamás. Respondí que sí, que muy seguido. Después, en el área de artículos para el hogar, me confesó que él iba a huir después de las compras. Me pidió recomendaciones para desaparecer sin rastro. Esperando mi cita con el ginecólogo, una mujer desconocida me confesó que llevaba años fingiendo orgasmos con su esposo. Me lo dijo sin mirarme, hojeando una revista de salud vaginal. Yo le conté que una vez lloré en medio del sexo haciéndole creer a mi novio de entonces que había sido por placer.
Le pareció un buen truco y quiso que le diera muchos más detalles del asunto.
Mi memoria se va aún más atrás. De niña, mis padres descubrieron que me había comido el postre antes de la cena. Me sacaron de la casa, me sentaron en la acera para hablar conmigo. La calle se transformó en un tribunal, la luz del farol me apuntaba directo a la cara, como a una delincuente en un interrogatorio oficial. Ellos eran jueces con pelucas blancas, togas negras, un mazo y el Código Penal Familiar abierto entre las manos. Me declararon culpable por gula, mentira y reincidencia.
LAS PLÁTICAS SOLEMNES ME DAN VÉRTIGO, cuando estás cara a cara con el otro se abre un abismo. Hace unos días, en el aeropuerto, tuve un largo diálogo por WhatsApp con un amigo. Entre avisos de vuelos demorados me puse intensa, tuve la certeza de que el avión se iba a caer y que debía decirlo todo antes de morir. No dejaba de pensar que ese viaje sería el último, sentí una urgencia que no pude contener. En ese pequeño y escabroso umbral, una hora antes de despegar, se formó un espacio donde se revelaron verdades sin temor a las consecuencias. Mientras llamaban insistentemente a un pasajero londinense, me animé a hacerle fuertes planteamientos. Le exigí sinceridad, desnudarnos con palabras, aceptó. Le
pedí respuestas, confesiones del pasado, del presente y del futuro. Había una maleta sin dueño frente a mí, quizás de un terrorista, lo que me provocó más angustia y prisa por hablar. Esas frases, dichas justo ahí, no podían pronunciarse en otro tiempo, en otro espacio, ni con otra persona. Hicimos juramentos de por vida, pactos en los que no importaba la distancia. Yo, sentada en la sala de abordar en Nueva York. Él, montado en su motocicleta, acelerando en algún puente del periférico, en la Ciudad
de México. Ambos en riesgo. Hablamos de la muerte, del
amor, del nunca más y el para siempre. Durante esos minutos nuestra existencia se sostuvo gracias a esa línea de comunicación que va desde el teclado a la pantalla del
celular, pasando por las extrañas circunstancias del control de pasaportes con destino al infinito.
Buen viaje sin retorno a las pláticas difíciles y ásperas. Bienvenido a esa zona muda donde habitan las promesas que, sin nombrarse, finalmente cumpliremos.
*Recítame un universo.

