LOS IMPRESENTABLES

La celda del maestro

La celda del maestro
La celda del maestro Foto: Fuente >Creative Commons

ENTRÓ POR SU CUENTA al edificio de diecisiete pisos en la Isla Ward, en Nueva York. La extraña cadencia de su cojera lo anunció desde que entró al vestíbulo.

El viejo Wilhelm Steinitz no pasó por alto el patrón de las baldosas tipo mármol que se extendían por el suelo. Una cuadrícula simple que alternaba el blanco y el negro.

—Me gustaría hospedarme con ustedes.

Hacia varios días que sentía la urgencia de desatar su furia, antes sosegada en el tablero. Se había mudado a Nueva York en 1883. Era el mejor jugador de ajedrez de Europa y odiaba la fama, odiaba la gente, y el dinero apenas le satisfacía. Era hosco y engreído. Todas las habilidades que tenía para el juego le faltaban para la vida en sociedad. Desde 1873 escribió para la revista The Field, donde perfiló los principios que fundaron el ajedrez moderno. Desde que jugó por primera vez al ajedrez gruñía, manoteaba y escupía.

El juego en aquel entonces era atractivo. La escuela romántica no enseñaba modales para el tablero. Se trataba de tácticas y combinaciones agresivas, de celadas, faroles e ingenio. Steinitz lo convirtió en un juego aburrido, lento, de previsión y estrategia. Un juego que sólo sabía jugar él.

Dejó Europa después de una pelea con su editor de The Field, llegó a América buscando un juego con Paul Morphy. En Europa no ganaba lo suficiente con el ajedrez y era el único trabajo que conocía. En América ya había magnates y mecenas para el tablero. Aunque Morphy se negó rotundamente, no ya a jugar contra él sino contra quien fuera, en Nueva York logró concertar la partida contra Zukertort que llevaría el nombre de Primer Campeonato Mundial de Ajedrez 1886. Steinitz ganó el match con facilidad, tomó el dinero, el trofeo y regresó al silencio de su departamento en Queens.

Los administrativos del Manhattan Psychiatric Center intercambiaron miradas detrás del mostrador. Uno de ellos tomó el auricular enseguida y giró el disco tres veces.

—Soy el campeón del mundo en ajedrez —continuó Steinitz y su voz retumbó en la bóveda de piedra.

De joven, Wilhelm Steinitz era un gordito furibundo que no rebasaba el 1.50 de estatura, era miope, cojo, artrítico, irascible y megalómano. Todos sus vicios y aflicciones habían empeorado con la edad. Fue el mismo director del hospital quien lo guió a su cuarto. No tardó en reconocer la mirada encendida de la sífilis.

El cuarto del maestro Steinitz sólo contaba con una cama, una ventana enrejada, una mesa con libros y su tablero. Murió ahí en el año de 1900 pero antes, le dijo tal director, quien solía visitarlo cada tanto, había logrado vencer al creador.

—A través de un hilo de oro —respondió a la pregunta, más indiscreta que científica, con que había reaccionado el doctor.

—Por cierto —dijo cuando su interlocutor se retiraba

—él llevaba las blancas y le di un peón de ventaja.