Me regalaron un LEGO de mi ola favorita, la de Hokusai. La imagen en la caja era imponente, inmóvil, pulcra, un reto. Esparcí el contenido sobre la mesa. Bolsas transparentes y numeradas, cientos de piezas de colores, tamaños y formas diferentes, me abrumaron. ¿Voy a poder? ¿Tendré la paciencia, la concentración? Dudé de mis habilidades, como siempre. Revisé la guía, sin palabras, sólo dibujos, paso a paso. La construcción sería por etapas, módulos que se ensamblan entre sí. Al principio hubo emoción, incluso obsesión. Tomé una pieza, la giré, la sentí entre los dedos. Encontré su sitio, encajó a la perfección. El chasquido sutil me llenó de placer, el clic de la satisfacción inmediata de cuando algo coincide y funciona. Continué, entusiasmada; todo iba bien hasta que lo sencillo se complicó. Algunas partes no cabían, se atoraban, no conectaban del todo, no hallaron la forma correcta. Pronto descubrí que no era fácil, varios intentos, prueba y error, desesperación, frustración. El ímpetu inicial ya no era el mismo, fue decayendo. El juego comenzó a pesar, estorbar, a robar mi tranquilidad y mi tiempo.
Armar un LEGO se parece al hecho de amar.
PRESENTÍ QUE PRONTO VENDRÍA EL HARTAZGO. Iba a desistir, a abandonarlo. El LEGO terminaría olvidado en el rincón de las cosas inacabadas. Acaso me acordaría de él por alguna pieza perdida en el suelo o enredada en la alfombra, como esos fragmentos mínimos de las ilusiones que no vuelven, pero que siguen doliendo cuando los pisas descalzo y maldices tu existencia.
Decidí seguir. Observé la foto del empaque, no se parecía a lo que yo había tratado de imitar. Desolada, enojada, revolví bloques y ladrillos. La Gran Ola era un mar sin forma, agitado, tan caótico como mi cabeza. Frente a mí se extendió el desastre que yo misma provoqué: desorden, dispersión, equívocos.
Entonces construí mi propio puzzle tridimensional, una ola con libertad absoluta, sin instrucciones, consciente de que nunca será igual al modelo establecido. Fui creando algo nuevo, torcido, inestable pero vivo. Coloqué fichas donde yo creía que combinaban, donde sentía que se reconocían, aunque no se ajustaran del todo. El resultado fue algo incompleto, sin embargo, mío. Lleno de huecos, defectos, fisuras, sobresaltos, lejos de esa ilusión romántica que los catálogos insisten en vender. En el LEGO del mar que es mi vida faltan y sobran piezas, pero es mi alegoría personal, la manifestación cambiante de mi ego, tiene posibilidades de reinvención, de desarmarlo tantas veces como quiera.
Mi forma de armar y de amar no es convencional, no lo niego. No conoce líneas rectas ni la seguridad de una simetría, sólo la certeza de que lo ensamblado puede soltarse en cualquier momento. Ofrezco lo inesperado, combinaciones infinitas, escenas inéditas, posiciones diversas, dislocadas, jamás fijas.
Y quizás, en este océano turbulento e indomable que soy, encuentre una manera para evitar que nuestras piezas terminen de encajar y nuestro LEGO siga siendo un desafío para armar el proyecto de amar sin armazón.
* Acabo de tomar una indecisión.


