El sexo está en todas partes,
salvo en la sexualidad.
—ROLAND BARTHES
La crónica se alimenta de las calles. En ella resuenan los ecos de la materia viva que reclaman su subsistencia para exigir lo perdido. En sitios de convivencia popular —mercados, bares, transporte colectivo y parques— recuperan la vitalidad los oídos sordos. Son pocos quienes dotan al lenguaje de un ritmo similar a la bella danza con que deambulan las mariquitas. Esta metáfora, de resonancia pintoresca y política, es clave para entender la obra del escritor y activista Pedro Lemebel (1952-2015), que logró enunciar a través de lo femenino uno de los manifiestos literarios más potentes y disruptivos de su tiempo.
LA PROSA BARROCA DE LEMEBEL y su pañuelo blanco bañado en protesta dotaron de simbolismo su vocación activista, que se extendió más allá de lo visual en el programa Cancionero en Radio Tierra, donde ejerció con transparencia una crítica mordaz y necesaria contra la aristocracia cultural. Su obra —como todas sus apariciones públicas— era sinónimo de confrontación, un desafío directo a las estructuras machistas enemigas de las minorías políticas y segregaciones homosexuales, lésbicas, travestis, indígenas, proletarias y toda connotación ajena a los moldes rígidos del capital.
La obra de Lemebel es seductora. Los adjetivos y metáforas que utiliza encarnan el tibio tacto que produce la saliva espesa sobre los atributos del amor. En esa atmósfera el lenguaje es similar al zigzagueo con que una colmena construye su refugio sobre campos esmeraldas. Para el escritor chileno todo vínculo es un acto de amor, un sentimiento de pertenencia y descarga emocional, tal como se goza y se sufre una canción popular en el transistor. Esto se hace visible en la película Tengo miedo torero (2020) basada en su novela homónima, en la que la Loca del frente se despide de su amado guerrillero de forma sepulcral: “No tengo amigos, tengo amores”.
PARA EL ESCRITOR CHILENO TODO VÍNCULO ES UN ACTO DE AMOR, UN SENTIMIENTO DE PERTENENCIA Y DESCARGA EMOCIONAL, TAL COMO SE GOZA Y SE SUFRE UNA CANCIÓN POPULAR EN EL TRANSISTOR
La diversidad de escrituras y pluralidad de expresiones artísticas fueron componentes medulares para comprender el impacto de Lemebel. Era común encontrarlo en performances donde, envuelto en vestimentas coloridas de tonalidades escarlatas y texturas aterciopeladas, el cronista capturaba con la precisión de una instantánea periodística los rostros pálidos de perseguidos políticos y excluidos sociales. Incluso llegó a denunciar cómo la medicina desatiende enfermedades de transmisión sexual en amplios sectores disidentes de la población, al renegar de todo lo que se desvía del mandato heteronormativo.
La discriminación hiere, como lo hace una jeringa punzante, a quienes conservan una mirada cándida y sensible. Lemebel no cabe en alguna facción específica, ni siquiera en los márgenes de la anarquía estructural. Sería más eficiente pensarlo desde un aparato crítico mordaz que no sólo atacó a la derecha y a los remanentes de la dictadura chilena, sino que también evidenció la hipocresía de la izquierda revolucionaria y a los beneficiados de la naciente democracia sudamericana. Su pasatiempo favorito fue desenmascarar los placebos republicanos.
ENCONTRAR A LEMEBEL ES UN CAMINO LARGO. Empieza en la hondura del amor hacia su madre y en la sensibilidad para expresarlo. Llevar el apellido Lemebel es un estandarte contra la tradición patriarcal de la descendencia, en la que se hereda el apellido del padre no por elección, sino por mandato. Después, hay que dejarse seducir por la virilidad nostálgica en la voz de Joan Manuel Serrat, profesarle nuestro deseo cansino con las interpretaciones lemebelianas de Jeanette y cerrar con la rabia altiva contra el desamor vía Paquita la del Barrio. Un tránsito musical que, como su prosa, oscila entre la ternura, la melancolía y la furia.
Si bien Lemebel confesó no ser un lector asiduo, los rastros de su prosa poética se tejen en la cadencia popular de su estilo, donde sonoridad y oralidad evocan distintas resonancias literarias: desde la desfachatez vampiresa de Luis Zapata, la hipocresía conservadora retratada en Santa (1903) de Federico Gamboa, los guiños a la fragilidad masculina en El lugar sin límites (1966) de José Donoso, hasta la tensión libidinal entre los protagonistas de El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig.
Leer a Pedro Lemebel implica vislumbrar el apocalipsis. Desearlo acicalándose como lo haría Sarita Montiel, atestiguarlo con la misma determinación que James Baldwin señaló la caída de occidente, atreverse a narrarlo como lo hizo por primera vez en habla hispana el periodista Carlos Montenegro y esperarlo con el sentido del humor de Monsiváis. Los sobrevivientes serán los perros románticos y las yeguas del Apocalipsis.
El desacato, la transgresión, poner el rostro de frente con las alitas rotas y declamar a tono de divo mexicano salido de un cuento de Oscar Wilde son guiños para un artista que se alimenta de lo visual para colorear las palabras. Su hombría fue aceptarse diferente.


