PARÍS ME RECIBIÓ con un viento fresco y agradable que se fue enfriando con los días. Me alojé en el número 24 de la Rue des Boulangers, en el último piso, un espacio acogedor, lleno de libros, un piano viejo y varios ventanales. Desde ahí la ciudad se extendía, por un lado, el Sena y Notre-Dame, por el otro, techos y balcones iluminados con la luz ambarina del verano. Era una fiesta. Lo primero que desempaqué fue la bolsita con mis amuletos de la suerte. No es superstición ni pensamiento mágico, estos objetos con los que he viajado a lo largo de los años me blindan de los ruidos, tapan las rendijas por donde se cuela la ansiedad, me dan voz cuando no encuentro palabras o si la garganta se vuelve un nudo. Respiran por mí cuando la angustia me ahoga.
Una liga, la pongo en el pelo, ata la tristeza; un lápiz sin punta para marcar en el aire lo indecible; un chicle que mastico para entender la eternidad de la existencia; la foto arrugada de mi abuela con olor a talco, por si me pierdo; un pedazo de listón rojo, mal cosido, con el que sujeto mis fantasías de trotamundos. Una canica, un clip, un botón, el corcho de un vino tinto, un frasco vacío de perfume. Todo cupo, menos tú.
Pude haberte empacado, pero no cabes en la maleta. No había forma de plisarte como camisa, ni de doblarte entre los calzones o los calcetines. Imposible guardarte entre las páginas de un libro o en mi pastillero. Te oculté como algo ilegal, un cuchillo, drogas, un arma de fuego, aerosoles inflamables, un panda en extinción. Tú eres otra clase de contrabando.
POR ESO TE REDUJE, te comprimí con un abrazo, bajo presión. Te convertí en algo transportable para que la distancia no te arrancara de mí. Te apreté contra mi pecho hasta que tus contornos y entrañas cedieron. Tu piel se hizo membrana fina y traslúcida, se marcaban los hilos azules de tus venas que enredé, junto con los nervios, en una pequeña madeja, un ovillo de hilo vivo. Los huesos crujieron, se plegaron como alambres, los cartílagos contraídos, los músculos eran apenas un relleno, la masa perdió volumen y densidad. La curva de tus hombros, antes ancha, ahora medía apenas unos milímetros, tu espalda cabía en mi palma, tu columna un cordel. Pies y manos de un muñeco, piernas y brazos doblados. El corazón de la dimensión de una nuez, los pulmones desinflados, el resto de los órganos en tamaño miniatura. Terminaste compactado, portátil, a mi medida.
Quedaste hecho un amuleto que podía guardar donde fuera, colgar como llavero o dije para que me hicieras compañía en mi travesía. Lo hice por apego. Por hambre de presencia. Celos. Posesión. Para que en mi ausencia no te distrajeras en otra cama, con otra ropa, con alguien más. Amar es eso, convertir al cuerpo ajeno en pertenencia.
En mi próximo destino no olvidaré meterte en mi equipaje o en las bolsas de mi pantalón. En cualquier momento podré palparte, pellizcarte, hacerte daño, acariciarte cuando me desangre entre la falta de tu aliento y el recuerdo de tu sexo a medianoche. Voulez-vous coucher avec moi, ce soir?
*Tócame tú, la lotería qué.


