OJOS DE PERRA AZUL

La incendiaria

La incendiaria
La incendiaria Foto: Cortesía de la autora

En la Inquisición me quemaron viva por bruja, prostituta y malnacida. En la hoguera bailé una danza sicalíptica y seduje al mismo Tomás de Torquemada. Mis restos se esparcieron en el viento y germinaron en rosas moradas, sin espinas, que renacieron una y otra vez. En otros tiempos fui un hombre que, en medio de la plaza central, se roció con gasolina. Nadie me detuvo, no entendieron mi mensaje de protesta. Lo único que quería era amor, paz y justicia para todos.

Un día de septiembre volví a arder, esta vez por dentro. De mis poros emanaba un vapor que empañó los espejos, cortó el aire, el humo cubrió el espacio por completo. No hubo chispa externa, ninguna mano prendió un fósforo, tampoco el sol se coló por el cristal para encenderme con la focalización de la luz. Al principio fue una caricia de calor en el pecho, aumentó como una fiebre grave y no se disipaba ni con paños fríos, medicina o plegarias. Una llama bajo la piel lamió mis órganos desde adentro con paciencia suicida. Sentí los pulmones calcinarse, las entrañas fundirse. Me estaba derritiendo. Mi pecho era un horno hermético, cada inhalación desgarraba la tráquea, cada exhalación salía en forma de aliento incandescente. Las venas hervían como si llevaran aceite en ebullición, en lugar de sangre.

LOS CIENTÍFICOS LO LLAMAN FENÓMENO de autocombustión humana espontánea. Los teóricos hablan del efecto mecha. Yo no sé cómo explicarlo. Tal vez ocurrió a causa de un silencio acumulado o por la rabia de no poder comunicar lo que sentía, un ansia fogosa de amar y ser amada, de entregarme y diluir tus huesos en mi cuerpo.

Me incendié en lo imposible, lo improbable. Callar me estaba consumiendo. Mis palabras eran inflamables, cubiertas por mil lenguas descontroladas. No había agua, espuma, polvo químico ni dióxido de carbono que apagara mi conflagración. Estaba nuevamente condenada. Pero incinerarme así no lastima como las ampollas y las llagas en la carne. No es como tocar un cerillo, acercar los dedos a una vela, ni como pisar descalza la arena caliente al mediodía. Ese dolor sería más soportable. Por eso preferí pronunciar por fin todo aquello que me negaba a decir.

Seguiré siendo brasas, lumbre y pasión incandescente, porque es mejor ser llamarada que cenizas tibias. Prefiero calcinarme que sobrevivir a la rutina, lo ordinario, lo normal. Hay verdades que si no se dicen queman la lengua, la garganta, el corazón. Callar es una forma de

no robar el fuego primigenio, hablar ilumina la mirada

y alumbra la belleza de existir.

Hoy ya me expreso cuando siento que el mutismo comienza a invadirme, cuando noto esa temperatura interna y muda que trepa por mi tráquea. Digo lo que no debería, lo que asusta, hiere, incomoda. Prefiero habitar el infierno con mi propia voz, con mi deseo, en lugar de convertirme en páramo por no atreverme a nombrar lo innombrable.

Si alguna vez me ves arder, no intentes apagarme, no me extingas. No es un accidente, una caza de hechiceras ni una autoinmolación. Es mi manera de seguir viva y escribiendo con carbón esta columna.

*Tú tan Lacan y yo tan I’can’t.