Hoy, por primera vez en los más de diez años que he escrito en La Razón, pensé en no escribir. Mi padre, mi editor, mi lector, mi crítico e inspiración murió el martes de esta semana. Mis columnas siempre han sido, de una manera u otra, parte de un diálogo con él. No será esta triste semana, concluí, la que ponga fin a nuestra conversación. El mundo que dejó mi padre, Edgar Morales Carranza, no se acerca ni tantito al que soñó de adolescente. Hijo de la violencia y la calidez del estado de Guerrero, mi padre se unió muy joven, con tan sólo 17 años, al movimiento estudiantil de 1968, convirtiéndose en uno de sus líderes y, aunque nunca le gustó reconocerlo, en uno de sus héroes, salvando su vida y la de dos de sus amigas (Chela y Cristina) aquel 2 de octubre.
Para muchos, la represión, la sangre terminaron por definir el movimiento; para mi padre, a pesar de ser él mismo un sobreviviente, la matanza siempre fue secundaria. Para él, como para miles de jóvenes en la Sorbona o en la Convención Demócrata en Chicago o frente a los tanques soviéticos en Checoslovaquia, 1968 fue un momento de transformación cultural, la primera vez, en palabras de mi padre, en que “obligaron al leviatán a sentarse frente a ellos, para romper el silencio al que nos había condenado, durante décadas, su autoritarismo.”
Argelia logró independizarse de Francia, De Gaulle cayó y Estados Unidos terminó saliéndose de Vietnam ¿victoria? En México y en Checoslovaquia, sin embargo, pasaron décadas hasta que los dinosaurios terminarían por extinguirse ¿derrota? El éxito o fracaso de éste o cualquier otro movimiento de envergadura global, no obstante, no se puede medir con la vara de la política. Esto es algo que mi padre, después de organizar la campaña quijotesca de Valentín Campa por la presidencia de México en 1976, y retirarse de la vida pública, terminó por entender. Y algo que creo que nos debe servir a todos de lección para afrontar el duro mundo que vivimos.

Intimidación en Nayarit
Hoy, en Estados Unidos, bueno, ni hablar; en Francia, la derecha fascista está de vuelta; en República Checa gobierna un partido de centro-izquierda; y en México, quién lo iba a pensar, una hija del 68. El poder siempre cambiará de manos, a veces unos, a veces otros. La victoria política total o permanente es una fantasía, y una bastante peligrosa. Por lo tanto, para quienes buscamos, como mi padre, cambiar el mundo y enfrentarnos al leviatán, ése no debe ser nuestro objetivo.
El verdadero cambio, ése que sobrevive a quienes lucharon por él, me enseñó mi padre, es mucho más sutil; es el cambio de valores, de códigos de convivencia en la familia, en la amistad y en el amor. Es el trastrocamiento cultural que nos permite ver el mundo y la política de otra manera; es un cambio en la música, el arte y la comida. Un cambio tan esencial que es impermeable a lo que suceda en la política. Al poder ya volveremos a llegar.
