Cualquier turista que dé una vuelta por las calles de Tel Aviv podría concluir, sin saber lo que sucede a tan sólo unos cuantos kilómetros de la capital cultural del país, que Israel se encuentra en tiempos de paz. El transporte público está lleno de pasajeros que van y vienen de sus trabajos; los cientos de cafés, característicos de esta dinámica urbe, están repletos de comensales.
Tal vez durante la noche se puedan percibir algunas diferencias pues, aunque los bares y discotecas siguen abiertos, muchos israelíes aún muestran cierta reticencia a salir a celebrar. Quizás, si este turista observa con atención, verá los miles de pósters, stickers y consignas que demandan la liberación de los rehenes en Gaza. Sin embargo, en general, la vida en la ciudad blanca continúa su curso. Este turista podría, por lo tanto, concluir que la sociedad israelí es indiferente a lo que sucede en Gaza: al sufrimiento de miles de palestinos, a las familias de los soldados que caen día tras día, a los secuestrados que no han regresado después de más de 600 días de guerra.
Esta es una sensación que más de una vez me ha abrumado mientras recorro las calles de esta hermosa ciudad en la que vivo, mientras continúo con mi vida, trabajo, me encuentro con amigos, voy a hacer ejercicio. Con frecuencia, me recorre un sentimiento de culpa: ¿tal vez no estoy haciendo lo suficiente para oponerme a esta guerra que ha perdido su sentido original? ¿Qué derecho tengo yo de disfrutar de un café y un pastel cuando, a menos de una hora y media de camino, está ocurriendo una de las guerras más cruentas del siglo XXI? Por supuesto, pensar sólo en la guerra, dejar de vivir mi vida o incluso dedicarme enteramente a protestar no cambiará por sí sólo el curso de la historia. Sin embargo, aunque todos los días trato de hacer algo —aunque sea mínimo: una conversación, un artículo más en La Razón, asistir a una manifestación—, siempre tengo la sensación de que podría hacer más.
Un momento esta semana me ayudó a cambiar un poco esta perspectiva, que muchas veces me resulta poco útil. Mientras caminaba por el puerto de Yaffo, un área de la ciudad donde viven juntos, en paz y en comunidad, miles de árabes y judíos, observé a un grupo grande de jóvenes y familias palestinas comiendo, riendo, viendo el mar, tirando bromas. La gran mayoría de los árabes israelíes tiene familia en Gaza. Estoy convencido de que ninguno de ellos es indiferente a su sufrimiento. Sin embargo, los dos millones de árabes israelíes se levantan todos los días, van al trabajo, al gimnasio, se reúnen con amigos. Tanto ellos como cientos de miles de judíos aquí se oponen a la guerra: algunos se manifiestan, otros llevan su dolor en silencio. Y mientras todos seguimos intentando detener esta catástrofe, ellos, como nosotros, no tenemos otra opción que seguir viviendo nuestras vidas.

