ENTRE COLEGAS

Apenas un cuarto de siglo

Horacio Vives Segl. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Horacio Vives Segl. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

Como ha sido profusamente recordado, este mes de julio se cumplen apenas veinticinco años de la primera alternancia en la Presidencia de la República, tras siete décadas del régimen de partido hegemónico bajo las siglas PNR-PRM-PRI.

Dadas las condiciones actuales, más allá de la mera remembranza, es inevitable la reflexión sobre el contraste de las condiciones democráticas en el país hoy en día.

El triunfo de Vicente Fox en las elecciones presidenciales del año 2000 fue un hito determinante, tras una sucesión afortunada de hechos que reflejaban cómo se derrumbaba el régimen hegemónico, para incursionar en un régimen más pluralista, de ampliación de derechos y libertades, impulsado principalmente por los gobiernos de la transición, que moldearon o construyeron una nueva institucionalidad.

México observó con azoro y esperanza aquellas imágenes en las que, ante el Congreso, Ernesto Zedillo transfería pacíficamente la Presidencia a Fox. Varios factores evidenciaron el avance del pluralismo, a la vez que cedía el monolito del autoritarismo. Así, se pueden contar las reformas electorales que posibilitaron la creación de una autoridad electoral autónoma e imparcial, el significativo avance de las oposiciones políticas en todas las cámaras legislativas del país (Congreso de la Unión y congresos locales), a través, principalmente, de las diputaciones de representación proporcional, y el surgimiento de un régimen de partidos políticos que —a pesar de sus estrecheces— resultó lo suficientemente adecuado para articular y representar los intereses plurales de la ciudadanía.

El país avanzaba, por primera vez en su historia —descontando el breve periodo maderista— a una consolidación democrática, aunque el alto nivel de expectativas sobre el desempeño de esos gobiernos y la exigencia de resultados en su gestión, terminaron por desgastar y cobrar factura a los partidos y gobiernos de la transición democrática, a lo cual se sumaron otros factores, como el ascenso —tanto en México como en buena parte de Latinoamérica y el mundo— de movimientos demagógico-populistas, de derecha y, principalmente, de izquierda.

Ciertamente, en esos gobiernos se presentaron diversas oportunidades perdidas, así como falta de reflejos políticos y otras fallas que les impidieron estar a la altura de los desafíos que la transición implicaba. Para muchos, una crítica esencial es que las condiciones estructurales permanecieron, a pesar de la renovación y rotación de un nuevo personal político, y no se profundizó en medidas necesarias de justicia social.

Sea como fuere, son indudables los avances que se consiguieron entre los gobiernos de Ernesto Zedillo y Felipe Calderón. Al cumplirse apenas un cuarto de siglo de aquel suceso, hoy el panorama es radicalmente distinto, contrastante y desalentador. La multiplicación de los errores políticos y la alta incidencia de casos de corrupción durante el periodo 2012-2018, llevaron al triunfo electoral de una alternativa de corte populista que, desde el inicio, mostró sus intenciones de desmontar el legado de los gobiernos previos, haciendo tabula rasa de sus aciertos y errores. El resultado: hoy la economía está peor que entonces; la inseguridad y el avance de las organizaciones criminales es cada vez más alarmante; las prácticas patrimonialistas no se erradicaron; la corrupción ha aumentado; y se ha desmantelado paulatinamente una institucionalidad que, a pesar de sus defectos, estaba mejor edificada para atender los problemas sociales. Y, desde luego, lo más grave: la demolición del Estado de derecho y la democracia constitucional pluralista que tanto trabajo costó edificar. Es, pues, un retorno del péndulo hacia el polo autoritario.

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