El fascismo no inventó el supremacismo blanco y la discriminación racial. A principios del siglo XX, había claras jerarquías raciales y étnicas en los imperios británico, francés, austrohúngaro y zarista. Pero el fascismo dio un paso más, buscó eliminar a quienes eran considerados inferiores, especialmente a los judíos, los gitanos y los homosexuales.
En 2025, presenciamos el renacimiento del imperialismo nacionalista e incluso racista. La invasión de Ucrania por la Rusia de Putin es un ejemplo de nostalgia imperial para justificar la conquista militar. Al mismo tiempo, el movimiento MAGA de Trump refleja un imperialismo en ciernes, anhelo no sólo por la antigua dominación nacional en el extranjero, sino también por un orden social jerárquico y excluyente dentro de su país. El reciente ataque a Obama es preocupante.
El trumpismo, abiertamente expansionista en el discurso (codiciando Groenlandia y el canal de Panamá), utiliza el lenguaje del renacimiento nacional, el agravio racial y el aislacionismo para reafirmar las jerarquías internas y rechazar la cooperación global y multilateralismo.

Ocurrencia mediática
China, por su parte, combina el control del Partido Comunista con el nacionalismo civilizacional y las ambiciones regionales (por ejemplo, Taiwán y el mar de China meridional), ofreciendo un tercer modelo neoimperial.
Las democracias progresistas persisten, aunque asediadas. Sobreviven en Europa y en partes de América Latina. Por eso el presidente Boric, de Chile, ha logrado reunir a un puñado de países de esas regiones (más Sudáfrica) en la alianza internacional en defensa de la democracia. México formará parte de ella, a pesar de las reformas y políticas que están desmantelando la democracia liberal (elección judicial, sobrerrepresentación, desaparición de órganos constitucionales autónomos y propuesta de eliminar las diputaciones plurinominales).
El tema no es blanco y negro, digo, blanco y moreno. Algunos de los intelectuales mexicanos que gritan que ya no somos una democracia, como Aguilar Camín, eran colaboracionistas del régimen priista de partido casi único. Otros, como Denise Dresser, son liberales químicamente puros y, en palabras del presidente Lula, de Brasil, la democracia liberal es insuficiente. Pero, quiérase o no, las críticas de estos intelectuales permean y la prensa internacional no nos considera una democracia pura.
En resumen, en los rankings de democracia internacionales, México es incluido entre los regímenes híbridos, semiautoritarios. Nuestra Presidenta puede desestimarlo, porque fue invitada al nuevo club de países progresistas que agitan la bandera de la democracia contra los nuevos imperios y la ultraderecha. Ella puede considerar que los organismos autónomos y el anterior Poder Judicial eran lujos groseros en un país con millones de pobres, pero se requiere algunos gestos que prueben que no hemos vuelto a un régimen de partido de Estado, sin división de poderes. Por ejemplo, la condena de violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, Venezuela y Cuba y el retiro del proyecto de borrar a la oposición del Poder Legislativo, mediante la supresión de los plurinominales.

