EL ESPEJO

Texas, el autoritarismo y el federalismo

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La semana pasada el estado de Texas reabrió una peligrosa caja de Pandora para la política estadounidense.

El poder legislativo estatal aprobó un nuevo mapa electoral con el que el Partido Republicano inventó cinco distritos más, en los que su diseño asegura que ganarán, y les darán una ventaja artificial en la Cámara de Representantes. En términos sencillos, esa decisión puede significar que Donald Trump conserve el control de la Cámara baja en 2026, incluso si el voto popular en el estado está dividido casi a la mitad entre republicanos y demócratas.

El mecanismo es conocido en Estados Unidos: cada 10 años, tras el censo, los estados redibujan sus distritos. Esto usualmente no responde a criterios técnicos, sino políticos, en un proceso conocido como gerrymandering. Pero no hay nada que impida que las mayorías lo hagan antes, y Trump lo sabe. Al presionar en Texas y otros estados aliados, está usando el lápiz del rediseño para garantizar de antemano lo que no puede arriesgar en las urnas. Lo que parece un tecnicismo es, en realidad, una jugada para blindar el poder: si el mapa garantiza más escaños republicanos, el voto ciudadano pierde peso frente a la cartografía partidista.

Los fundadores de Estados Unidos, en El Federalista, imaginaron un sistema donde los estados pudieran servir de freno a los abusos del poder central. Era la idea de los contrapesos: ningún nivel de gobierno debía concentrar demasiado poder. Pero en este caso el federalismo está siendo usado al revés: no como dique, sino como trampolín para que una mayoría estatal diseñe ventajas federales. La ironía es evidente: el equilibrio institucional creado para evitar la tiranía se está convirtiendo en la herramienta perfecta para consolidarla.

Trump ya ha mostrado que su estilo es llevar todo al límite. Lo hizo con los derechos reproductivos, cuando alentó el derrumbe de la jurisprudencia que protegía el aborto y dejó que cada estado decidiera; hoy casi la mitad del país lo ha restringido o prohibido. Lo ha hecho al amenazar con enviar la Guardia Nacional a estados gobernados por demócratas para imponer su voluntad en temas de seguridad. Y ahora lo intenta en el corazón del sistema representativo: las reglas que definen quién tiene voz en el Congreso.

El peligro es profundo. Si la política deja de ser el espacio donde las sociedades compiten bajo reglas compartidas y se convierte en el lugar donde quien gobierna cambia las reglas para no perder, el resultado ya no es democracia, sino su parodia. En México lo entenderíamos bien: se trata de un fraude electoral anticipado, no cometido el día de la elección, sino escrito de antemano en las reglas con las que se juega la competencia por el poder.

James Madison lo advertía en El Federalista: los gobiernos libres necesitan que la competencia por el poder sea real y que existan canales institucionales para resolver conflictos. Si esos canales se cierran, la disputa no desaparece: se traslada a otros terrenos más peligrosos. Eso es lo que hoy está en juego en Texas, en Washington y en el futuro de Estados Unidos. La pregunta es simple y al mismo tiempo preocupante: ¿hasta dónde puede llegar un sistema político cuando el partido en el poder decide asegurarse la victoria incluso antes de que se cuenten los votos?

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