EL ESPEJO

La toga como uniforme en el mundo

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Cuando un régimen decide ir sobre los jueces de manera definitiva, no suele hacerlo de un golpazo, sino con un guión paciente. La literatura académica lo llama “autoritarismo competitivo” o “legalismo autocrático”: se mantienen elecciones, nombramientos y togas (a veces), pero se vacía su sustancia.

Primero se cambia quién nombra o cómo se elige, así como el ascenso y disciplina de los magistrados; luego se “ajustan” los criterios de permanencia, se agrandan cortes o se crean salas especiales. Nada de tanques: sólo reformas técnicas con lenguaje impecable.

El efecto no se siente de inmediato. En Hungría, Viktor Orbán tardó años en consolidar una red de incentivos y sanciones informales que convirtió la independencia judicial en ritual, pero inició desde 2010, cuando su partido político arrasó a la oposición con 52% de los votos. En Rusia, la vieja “justicia telefónica” regresó después de un brevísimo intento democrático, en los tribunales bastaba con que Putin o sus compañeros oligarcas y sus burocracias marcasen por teléfono para decidir cómo se debía resolver cualquier caso judicial. En Venezuela el golpe fue hace mucho, en 2004, cuando Chávez se apropió del Tribunal Supremo de Justicia metiendo de golpe a un grupo de nuevos ministros, iniciando una captura total de la justicia. Esos fueron los punto de no retorno: desde entonces, la toga legitima lo que el Ejecutivo decide.

Hay versiones más abruptas. En El Salvador, la primera sesión de una nueva mayoría legislativa bastó para destituir a los magistrados incómodos y, poco tiempo después, reinterpretar la Constitución para permitir la reelección perpetua, algo que sucedió hace apenas 4 semanas. En Nicaragua, una sala constitucional reunida a medias habilitó la reelección indefinida del dictador Daniel Ortega desde 2014. En Túnez, el presidente disolvió el consejo de la magistratura y se otorgó la facultad de despedir jueces por decreto en 2022. En Turquía, tras el fallido golpe de 2016, miles de jueces y fiscales fueron purgados y sustituidos por leales. Distintos ritmos, un mismo resultado: el árbitro deja de ser árbitro.

Pero el golpe no se siente de inmediato. Porque la primera función de un poder judicial independiente es negativa: decir “no” cuando algo viola la ley, porque se supone que un Estado de derecho es ahí donde la ley es la ley. Cuando ese “no” desaparece, los cambios se filtran por tuberías legales que parecen funcionar. Las leyes siguen publicándose, los procedimientos se respetan en forma, todo está en estricto apego a Derecho. Pero la sustancia cambia: investigaciones sensibles se archivan o desaparecen datos, opositores litigan contra el Estado sin juez imparcial, periodistas se lo piensan dos veces antes de publicar, más de un empresario entiende que la seguridad jurídica puede depender de estar bien con el poder. Las elecciones persisten, pero el terreno se inclina; la alternancia se vuelve improbable, aunque no imposible.

Desde ahí que muchos regímenes autoritarios actuales comenzaron un proceso de agrandamiento de sus poderes ejecutivos: pero se dio paso a paso, sin una chispa única que encendiera por completo las alarmas. También eso advierte algo crucial: deshacer la captura cuesta más que hacerla. Incluso tras un cambio electoral, revertir nombramientos, corregir órganos colonizados y recomponer carreras judiciales lleva años y choca con incentivos creados para durar. Por eso los jueces son el primer objetivo: si el control llega ahí, todo lo demás se vuelve trámite.

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